viernes, 23 de abril de 2021

Aldrin

Cuando el piloto Buzz Aldrin puso los pies sobre la escalerilla del Eagle, notó que un hormigueo recorría sus piernas y que su espalda estaba agarrotada por el frío en el reducido módulo lunar. Su corazón latía a mil por hora, pero eso no le hizo perder la compostura, al fin y al cabo, era militar y estaba preparado para esa presión; aunque lo cierto es que, en los minutos previos al alunizaje, donde accidentalmente se desviaron de la órbita programada mientras se agotaba el combustible, creyó estar cerca del peor de los finales. La molestia en sus piernas se fue calmando una vez que posó sus pies sobre aquel suelo gris, pulverulento, que le recordó a la mina de carbón que de niño visitó con su abuelo. Dio un primer paso con precaución, pero sin miedo, puesto que su compañero ya lo había hecho antes sin quedar atrapado o desaparecer bajo el polvo lunar. Luego otro paso más y en cada uno de ellos sus pies se hundían ligeramente en el suelo y así iban quedando sus huellas marcadas sobre la superficie. Eran los primeros pasos del hombre en la luna.

Le incomodaba sentir la orina empapando sus piernas. Se le había roto la bolsa al bajar la escalerilla, pero poco podía hacer en ese momento salvo continuar con el programa establecido. Poco más de dos horas tenían para completarlo. A su alrededor todo era una imagen en blanco y negro, la gama entera de grises esparcidos en ese paisaje inhóspito e inhabitado, una “magnífica desolación” describiría al finalizar la misión. Le hubiera gustado agacharse para tocar el suelo, pero sabía que no podía y que si lo intentaba acabaría caído como una tortuga, panza arriba y le resultaría imposible levantarse. La baja gravedad existente en la superficie de la luna hacía que, para mantener el equilibro, tuvieran que caminar ligeramente inclinados hacia delante, cruzando los pies y colocándolos siempre bajo su centro de gravedad.

La curvatura de la luna, seis veces mayor que la de la Tierra, mostraba la línea del horizonte a poco más de dos kilómetros de distancia de ellos y eso a Aldrin le resultó extraño. Nunca hasta entonces se había sentido tan cerca de esa línea que tanto representa para el ser humano: sus sueños, sus aspiraciones, sus anhelos, el lugar hacia el que todos caminan aun sabiendo que nunca lograrán alcanzarlo. Pero allí estaba más cerca que nunca y eso le hacía sentir gigante. El sol se alzaba unos diez grados sobre el confín de la luna, haciendo que brillara tenuemente la superficie sobre la que caminaban en medio de un cielo negro, pues no había atmósfera alguna que pudiera dispersar los rayos de luz que alumbraran el día más importante de sus vidas. Giró la cabeza, alzó la vista y allí estaba ella, la Tierra. Su hogar. Frente a él. Impresionantemente bella y diminuta. De haberse creído gigante pasó de repente a sentirse muy pequeño. Muy frágil. Bajo su casco sintió un nudo en la garganta.

En ese momento, su compañero, el comandante Armstrong, que caminaba hacia él, le pidió que se detuviera y le tomó una fotografía. Aldrin sonrió tras su casco y tomó conciencia de que aquel era un momento histórico. Él pasaría a la historia como el segundo hombre en pisar la luna. Sintió entonces un pinchazo dentro de su pecho que se repetiría después, en tantas y tantas ocasiones, cada vez que le preguntasen cómo se sentía por no haber sido el primero.

El astronauta Buzz Aldrin camina sobre la superficie de la luna el 20 de julio de 1969. 
Fotografía tomada por el comandante Neil Armstrong durante la misión del Apolo XI.   




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