miércoles, 12 de agosto de 2020

La mosca

El anciano observa a una mosca que se acaba de posar en el borde de la taza de su desayuno. Nunca soportó la imagen de una mosca sobre la comida. Intenta levantar la mano, pero ve que ésta no responde. Hace mucho que no le responde, aun así, no hay día que no lo intente. Observa de nuevo a la mosca que ha saltado ahora hasta la cuchara que está dentro de la taza y se desliza, como si de un tobogán se tratara, desde la parte superior y con la clara intención de ir a probar su alimento. Él la mira y ve como llega hasta él, extrae su trompa y comienza a succionar. Intenta de nuevo mover el brazo y un ligero temblor hace que golpee la mesa, y esto a su vez hace que la mosca abandone su posición y comience a volar. Él respira. La cuidadora llega por detrás. Toma la cuchara colmada de una mezcla de lo que debieron ser cereales y fruta antes de pasar por la batidora y se lo introduce en la boca. Se vuelve a marchar mientras él, con dificultad, intenta con su torpe lengua manejar el alimento en su boca desdentada. De nuevo está ahí. Otra vez frente a él. Ahora parece mirarle con desprecio y hacia él avanza. Él nota como su pulso se acelera. Intenta gritar para llamar a su cuidadora. No lo hace por miedo, sino como el que nunca tuvo otra manera de dirigirse a quien cerca de él estaba. Al final emite un quejido extraño que hace que la cuidadora, que sentada en el sofá miraba absorta la televisión, se acerque de nuevo al mismo tiempo que la mosca alza su vuelo; tome la cuchara y tras llenarla de alimento, lo introduzca de nuevo en su boca. El teléfono de ella comienza a sonar y hacia él se abalanza ella, como si esperase una llamada importante. De nuevo solo. No es novedad tampoco. Demasiado tiempo solo, pensó. No duró mucho este pensamiento pues de nuevo la mosca se posa sobre la mesa y ahora va hacia él. Directa. Esta vez parece que será inevitable. Y así lo ratifica cuando percibe como salta hasta su mano y camina sobre ella, sobre él. Cree notar el cosquilleo que en su piel produce las patas velludas y pegajosas de la mosca que luego se detiene en un resto de comida que hay junto al puño de su camisa. Seguidamente salta de nuevo hacia la mesa para finalmente volver a la taza de desayuno, sin lugar a dudas la fuente de su maná, al menos en el día de hoy. Él escucha a su cuidadora riendo al teléfono y eso le hace hervir la sangre e intentar removerse en la silla, mientras la mosca continúa saboreando su desayuno. Alguien le habló una vez de la habilidad para huir que tenía ese insecto. La mosca es capaz de anticiparse a los movimientos de su adversario, colocando sus patas traseras en la posición más favorable a su evasión. Siempre alerta. Él también siempre tuvo una gran habilidad para escapar y no fueron pocas las veces que así salvó su vida. Eran años complicados donde sólo los más fuertes y duros sobrevivían. Y él era uno de esos, además de uno de los más grandes e implacables hijos de puta, como un compañero suyo solía decirle entre risas. De nuevo la mosca sobre su mano. Él consigue hacer temblar sus dedos y así incomodar su paseo. El insecto salta sobre la mesa de nuevo. La cuidadora regresa y, mientras habla por teléfono, le vuelve a introducir una cuchara llena de alimento en la boca. Él traga con cierta dificultad y parte del alimento cae hasta su barbilla para luego resbalar hasta el babero que cuelga de su arrugado cuello. La mosca parece reparar en ello y hacia allí emprende su vuelo. Mientras lo saborea, él observa como ella mueve y roza entre sí las patas traseras. Parece feliz. Celebrando satisfecha y eso él no puede soportarlo. 

Nunca soportó la felicidad ajena. O era suya o no debía ser de nadie. Y así fue demasiadas veces, demasiado dolor a su paso. Él nunca lo sentía así, no era capaz de reparar en el dolor ajeno, ni siquiera cuando los gritos del interrogado parecían estallar en su cabeza en aquel sótano de la Dirección General de Seguridad. Un tiempo atrás un instructor le había dicho: “Parecen humanos, pero no lo son. Son puta escoria que si pudieran te arrancarían los ojos con sus manos. Nunca interpretes una emoción suya como si de un humano fuera. Son animales”. Había un ventanuco en la parte superior de la celda de interrogatorios por el que solía entrar algo de luz que se reflejaba a la mitad de la pared y según su posición él podía calcular la hora que era. Por aquel tragaluz también algunas veces se colaba alguna mosca, seguramente atraída por el olor a sudor, heces y terror ajeno. Él siempre tuvo una agilidad y rapidez increíbles, siendo capaz sin apenas dificultad de cazar moscas al vuelo, anticipándose a sus movimientos. Eso solía impresionar de niño a sus amigos en aquellos veranos en el pueblo, nadie quería competir contra él, pues siempre ganaba. Eso también acabo deviniendo en un muy mal perder. No lo soportaba. En las primeras preguntas al interrogado, cuando lo tenía sentado al frente suyo, intentaba mostrar un aspecto calmado y algo cercano. Así ahora lo recordaba:

Vamos a ver… yo quiero ayudarte, pero necesito que me des los nombres de los que te acompañaban en aquel piso.  

El interrogado permanecía en silencio intentando concentrarse y fingir cierta calma, aunque su corazón se le quisiera arrojar fuera del pecho. Intentó entretenerse observando el paseo de una mosca sobre la mesa arañada. Un golpe seco y firme sobre la misma rompía cualquier intento de calma y abstracción por parte del interpelado.

Has visto la mosca que había sobre la mesa ¿verdad? –decía mientras su mano abierta, agrietada y con marcadas venas presionaba sobre la mesa. Luego levanta su mano y señala la mosca reventada contra la madera–. Así mismo voy a hacer ahora contigo como sigas callado y no colabores maldito hijo de puta. Aquí dentro nadie podrá oírte por mucho que grites. No tengas dudas de que para mí eres aún menos que la mierda depositada bajo las patas de esta mosca.  

De nuevo sintió la cuchara con la papilla entrando en su boca; esta vez le cogió abstraído en sus recuerdos y tuvo que hacer un esfuerzo para intentar no atragantarse. Empezó a toser, con dificultad y apenas fuerza. Era la peor de las sensaciones, sentir la falta de aire, su ahogamiento. Tantas veces lo había practicado con tantos detenidos en una vieja y sucia bañera ubicada en una esquina de la celda y nunca supo qué se sentía, ahora solía sentirlo al menos una vez al día. Esa sensación de falta de aire, el esfuerzo en los pulmones intentando abrirse para recibir algo de aire, era una sensación terrible que le producía una angustia tremenda. El esfuerzo por intentar salvar ese momento le hizo salir de sus pensamientos y reparar de nuevo sobre la mosca que desde la mesa ahora parecía observarle. Quiso imaginar lo que podía estar sintiendo, seguramente alivio al saber que el interrogado esta vez era él, y que no tardaría mucho en pedir clemencia y confesar todo lo que aquella mosca quisiera sonsacarle. Retado y derrotado por ella. Él. Qué terrible paradoja, pensó. Observó la mosca que seguía inmóvil observándole desde la mesa. Sintió su juicio y su sentencia. Maldito tirano, tus días llegan a su fin. Cautivo y desarmado… Ni a mí puedes hacer frente ya. Ni a una simple mosca. Me comeré tu desayuno y, si pudiera, después te comería a ti. Voló de nuevo hasta el tazón que frente a él reposaba. Esta vez caminó rápido hasta el final de la cuchara metiéndose bien dentro del preciado alimento, quedando en su éxtasis de azúcar atrapada.

Él entonces sonrió.

Seguidamente tras él asomaron los brazos de su cuidadora que seguía enganchada a su llamada de teléfono, ella tomó la cuchara y la introdujo de nuevo en la boca de él. Él lo vio venir y esta vez abrió con fuerza la boca para luego cerrarla con rapidez y con una determinación que hace tiempo no recordaba; como cuando lo hacía con la puerta de la celda dejando atrás reventado y malherido a su interrogado, mientras caminaba hacia un sucio lavabo que había al fondo del pasillo para lavar sus manos. Luego su boca sin dientes masticó el alimento con rabia, para finalmente tragar. Quedó entonces por unos instantes paralizado, tranquilo, sintiendo en su boca el sabor de aquella victoria. Fue en ese momento cuando una sonrisa helada, como en tantas otras ocasiones, volvió a dibujarse en su boca.