domingo, 15 de diciembre de 2019

Alivio

A veces me salgo de mí mismo
y empiezo a caminar
y luego a correr
hacia ningún sitio
y no me siento
no me hallo
lo confieso
no me siento
como un brazo dormido
ajeno a todo
al fuego
a la brisa
a mí mismo

Y siento miedo
me miro en el espejo
y siento miedo
busco algo y pregunto
¿quién eres?
¿dónde estás?
¿por qué dueles?
y siento de nuevo
ese dolor 
y ese viejo miedo 
que quiere gritar sin conseguirlo
quizás demasiado asustado para ello

Y luego viajo hacia otros lugares
hacia otros rostros
y me cuelgo por ratos de ellos
rostros de mirada ajena
que no me devuelven nada
si acaso interrogantes
y alguna boca 
que se abrió en sonrisa
asomando abismos
que preguntan por mí
qué fue de mi vértigo 
por qué ya no los miro

Y al fin reacciono
y giro sobre mis pasos… 
Mierda
mis huellas se borraron
esta vez no sabré volver
noche de luna negra
¡no!
grito 
ahora más fuerte
por fin el aire brota hacia fuera
lo dejo salir y marchar
caigo de pronto rendido
me siento sobre mis pies
y respiro
otra vez respiro
aire entra
siento como me lleno
vacío
y otra vez lleno
y de nuevo vacío
y es así como vuelvo a casa
y es así como vuelvo a mí mismo
al inicio
y respiro
y me alivio

domingo, 8 de diciembre de 2019

Presentimiento

Aquel día al salir de casa tuvo un presentimiento y él sabía lo que aquello suponía. Una larga carrera en los servicios secretos del estado, en la que se había enfrentado a todo tipo de casos, le había hecho desarrollar esa facultad y pocas veces se equivocaba. Tomó su vieja gabardina y su sombrero y una vez en la calle caminó hacia la glorieta de Embajadores. Llevaba años retirado y lo cierto es que la salida no fue agradable. Le tumbaron, le hicieron la cama, se lo cargaron, vaya. No fue precisamente fácil introducirse en aquel Mayo del 68 en las juventudes revolucionarias de París. Sus jefes querían saber lo que allí se cocía y cómo aquello podía afectar a una Universidad española cada vez más convulsa y a la que la revuelta de París, sumada a la guerra de Vietnam y a la represión soviética de Praga, parecían alentar las ansias revolucionarias y de libertad entre los jóvenes universitarios españoles.

Él se instaló en septiembre del año 67 en una vieja pensión del barrio Latino de París y desde allí, y gracias a su manejo del francés, su destreza social y su aspecto de joven revolucionario, fue introduciéndose en los sindicatos estudiantiles; y fue así como, entre consignas a favor de Mao y la libertad, eslóganes y  pintadas contra el puritanismo, y muchas carreras y toma de facultades, fue conociendo desde dentro tanto el movimiento del Mayo francés como a otros jóvenes españoles que desde ahí contactaban con sus colegas de Madrid y Barcelona mientras soñaban encontrar bajo los adoquines arena de playa. Él estaba allí para intentar recabar datos, nombres, lugares, en fin… información para sus jefes de Madrid. Todo iba según el plan establecido hasta que apareció ella. Se llamaba Eva: belleza y mirada despierta, furia juvenil que acabó por calarle hasta lo más profundo. Él no contaba con enamorarse como lo hizo y eso al final alteró todos sus planes.

Nunca olvidó aquel primero de octubre en la gare d'Austerlitz. “Tengo que volver a Madrid. No sé cuándo volveremos a vernos, pero cada primero de mes y a las cinco de la tarde te esperaré sentado en el café Barbieri de Lavapiés, ese del que tanto hablamos. No tengo casa ni dirección que darte. Es mejor que de mí no sepas más nada, salvo que te quiero y deseo pronto encontrarte”. Después la beso y subió a aquel tren que le llevaría de vuelta a España.

El regreso a Madrid no fue fácil. Nunca supo de donde habría surgido aquel soplo, pero pronto fue apartado de todo lo relativo a aquella misión. En los meses siguientes, al igual que las noticias le mostraban como aquel Mayo francés se desmoronaba, él sufrió todo tipo de presiones y relevos que al tiempo desembocaron en una depresión que lo relegó a trabajos de poca monta. Yonquis, prostitutas y torpes rateros de barrio fueron el centro de sus objetivos a partir de aquel momento.

El tiempo había pasado, pero él no había olvidado. Era un lluvioso primero de abril, víspera de Semana Santa, aquel día cuando salió de casa y tuvo un presentimiento extraño. Camino de Lavapiés notaba todo demasiado cambiado. También percibió, con esa habilidad que nunca perdió, que alguien le venía siguiendo desde hacía rato. No se detuvo. Bajó su sombrero, que la tarde de lluvia calaba y apresuró su paso. Unos metros más adelante, cuando por el rabillo del ojo vio un taxi que pasaba a su lado, lo detuvo y se subió a él. El taxista quedó sorprendido cuando le mandó parar tras un extraño rodeo un par de calles después, dando por finalizada aquella breve carrera que jugaba al despiste. Caminó calle Ave María abajo y al llegar a la puerta del café Barbieri se detuvo. Se asomó hacia adentro. Ella no estaba en el lugar en la que juraron un día encontrarse y al que tantas veces había ido. El reflejo del cristal le devolvió su rostro envejecido por los años, tal vez demasiados.

Caminó de nuevo a casa. Al subir la escalera se detuvo junto a su puerta. Estaba entreabierta, alguien debía en su ausencia haber entrado. Lo sabía. Lo esperaba. La abrió con cuidado y de dentro del paragüero junto a la puerta extrajo una barra metálica que allí siempre guardaba. Se deslizó pasillo adelante en silencio, sabía cómo hacerlo. Notó que su corazón, con los años, latía más rápido. La luz del salón estaba encendida; se asomó y vio sobre la mesa libros y papeles revueltos. Allí no había nadie. Luego inspeccionó el resto de la casa y no halló intruso alguno. El teléfono comenzó a sonar y optó por no descolgarlo. Finalmente se activó el contestador. “Hola. No estoy en casa. Puedes dejar tu mensaje después de oír la señal”.

–Manolo, ¿dónde estás? ¿estás bien? Te vi hace un rato en la calle. Te llamé, pero no debiste oírme. Vi como tomabas un taxi. Recuerda que mañana quedé en acompañarte a tu revisión. Paso a las 9 de la mañana a recogerte.

Luego caminó hasta la cocina, donde junto a la nevera había un papel. Una citación médica donde en negrita resaltaban aquellas malditas palabras: Unidad de seguimiento de demencias.

Fotografía: París. Mayo 1968


miércoles, 27 de noviembre de 2019

Más allá

El suelo era lava
y la vida ese juego
que perdía el que no se reía
y algo pasó
y yo no reí
"Has perdido"
tu risa de pronto me decía
tu risa
joder
tu risa

Recuerdo cómo maldecías mis canciones
esas putas que no hablaban de ti
mientras ellas ajenas te cantaban
y entre líneas nombraban tu cielo
desbordado siempre de estrellas
y luego mi pasión rompiendo
contra tu acantilado de agujas
que se clavaban en mí

Átame
tu boca me decía
y en mis muñecas sentía
ese dolor de carne desoyada
y un rumor de tiempo perverso
negociando a la baja
las hojas de mi calendario
mientras tú ajena a ello sonreías
y florecía el invierno

Y ahora que despego pero menos
que las antenas y los tendederos
amenazan cortar mi vuelo
ahora que el olvido es una cuchilla
que a ratos corta mi aire
ese que cruzo entre Dubai y Brisbane
y exactamente cuando sobrevuelo
Colombo
apareces otra vez
y socarrona me espetas
que aún sigues aquí
que aún no te olvidé

Y yo lo sé
y lo sé ahora que no sé nada
ahora que a muchos he defraudado
y a otros tantos ya nada importo
y a veces creo ser alguno de ellos
vi cierto rencor esta mañana en el espejo
y cierta verdad también
confesando
que aún te quiero
pero menos
que aún te busca mi reflejo
quizas menos
y sí...
lo sé
si ahora mismo leyeras esto
si ahora mismo lo hicieras
me mandarías al carajo
y más allá

domingo, 10 de noviembre de 2019

El debate

Aquel debate televisivo, previo a las elecciones generales, siempre sería recordado por el momento en el que los dos principales candidatos a la presidencia del gobierno y acérrimos enemigos, se acercaron uno al otro y, sin mediar palabra, comenzaron a besarse.

Pero mejor comencemos por el principio.

Era el cuarto debate en tres años, el mismo número de repeticiones electorales, la mediocridad parecía por fin haberse instalado en la vida política y definitivamente lo hacía para quedarse. Y ahí tenemos a los representantes de cada uno de los partidos, cada uno con su eterna perorata; ya habían optado por ni siquiera mirarse, repitiendo una y otra vez los mismos mensajes. Si uno proponía crear 100.000 puestos de trabajo, el siguiente proponía 150.000, el tercero 200.000 y así hasta el quinto en hablar, que era el que daba la cifra más elevada.

Los presentadores los observaban con el mismo desinterés que los espectadores desde sus casas. Una tras otro iban pasando a cada uno de los apartados previamente negociados, y uno tras otro iban repitiendo los mismos discursos ensayados.

No recuerdo de qué asunto estaban hablando pero, de repente, uno de ellos levantó los ojos y por primera vez parecía realmente mirar a cámara; mirar a cada uno de los espectadores que desde sus sofás y con el mismo poco interés le miraban.

–Lo siento, pero esto que acabo de prometer… no voy a poder cumplirlo. Realmente creo que la gran mayoría de las cosas que hoy he prometido no podría asegurarlas y creo que es muy posible que nunca las podamos cumplir.

Después giró su cabeza y por primera vez miró a los ojos a su principal adversario, el que competía por él por reunir el mayor número de votos.

–Considero que es muy acertada la propuesta que antes has realizado. Estoy de acuerdo contigo en lo que comentabas. Perdona por sistemáticamente llevarte la contraria sin tan siquiera evaluarlo. No entiendo realmente porqué esta actitud. Se supone que nos pagan para que hagamos lo mejor por nuestra sociedad… La verdad es que me avergüenzo de haber dicho tanto y tan vacío todo. Creo que es suficiente por hoy…

En ese momento dejó su espacio tras el atril y procedió a abandonar en directo el debate. Los presentadores estaban asombrados. Bloqueados por tan inusitado momento.

–Espera. No te vayas –saliendo tras su atril su principal opositor, aquel que competía junto a él por la presidencia, se acercó hacia él.

Se quedaron unos segundos mirándose fijamente para después abrazarse. Se abrazaron con fuerza, como se abraza a quien se quiere, a quien se aprecia y respeta.

Se hizo el silencio en el estudio. Los telespectadores, desde sus casas, por fin seguían entusiasmados el debate.


–¿Qué haces? ¿Quién te ha dado permiso para entrar en mi despacho?

–Papá… entre a verte y no estabas.

–He salido un momento al baño.

–¡Mira! Se están besando… –el niño, que no debía tener más de cuatro años, sonrojado, miraba a su padre mientras sus manitas jugueteaban con un par de mandos que había sobre la mesa.

–¡No! –gritó el padre horrorizado. ¿Qué estás haciendo? ¡Suelta ahora mismo esos mandos! ¡Te he dicho siempre que está prohibido entrar en el despacho de papá!

El niño, sabiéndose metido en un lío, saltó del sillón de trabajo de su padre y corrió hacia la puerta mientras el padre corría a retomar el puesto de control.

En la pantalla observó horrorizado como los dos principales candidatos se estaban besando.

Mural de Tvboy en Roma mostrando Luigi Di Maio besando a Matteo Salvini

sábado, 28 de septiembre de 2019

420

Al llegar a la puerta del hospital notó que le temblaban las piernas. Odiaba esos lugares, había comentado antes de salir de casa a su mujer que, desde la cama, le dijo: “ya lo sé, pero debes ir… además quieres hacerlo."

Preguntó a la entrada, en el punto de información, por la habitación 420 y caminó hacia el ascensor. Una vez dentro comenzó a recordar la visita de aquella mujer, hacía un par de días, habían pasado tantos años…

–Yo tampoco tenía noticias de él desde hacía mucho. Me costó reconocerle. Imagino que a ti también te costará. Creí que sería bueno que lo supieras y por eso intenté, por todos los medios, localizarte.

Pulsó el botón que le llevaría a la cuarta planta. Su arrugado reflejo en el espejo del ascensor, le llevo a recordar viejas anécdotas compartidas. Fueron muchos momentos. Muchas risas y emociones. Años grandes. Años bellos. Quizás los mejores y posiblemente ellos no lo sabían. Tal vez uno nunca sabe cuándo está viviendo su mejor momento, aunque a veces lo intuye, pero el vértigo hace que prefiera no verlo.

Detuvo su pensamiento cuando se abrió la puerta del ascensor. Salió y tras consultar el letrero que aparecía enfrente, giró hacia la izquierda y tras unos cuantos pasos llegó a la puerta de la habitación. Respiró hondo. El corazón parecía que quería arrojarse fuera de su pecho. Llamó a la puerta y tras no recibir respuesta, lentamente entró. No había nadie acompañándole en aquella habitación y debía ser lo habitual, pensó, a raíz del gesto de sorpresa de la auxiliar cuando, desde su mesa, le vio acercándose a su puerta.

Una vez dentro, al verlo, le resultó difícil reconocerlo. Habían pasado tantos años… ¿cuántos? Muchos… demasiados… se acercó y le llamó por su nombre.

–¿Qué tal estás? He venido a verte –le dijo–. Ya sé que quizás sea un poco tarde. Quizás tenga poco sentido esto ya… pero lo cierto es que he sentido durante todo este tiempo que te debía una explicación.

Le habló largo rato.

El otro desde la cama lo miraba. La emoción parecía alumbrar en sus ojos. Se le veía muy débil y no podía hablar. Esto sí que le resultó extraño al viejo amigo que, en un ejercicio de ánimo, recordó lo mucho que hablaba en aquellos días. ¡No callarás! Más de una vez le había dicho entre risas. Al final se despidió de él. Se emocionó. Se emocionaron. Cuando se dirigía hacia la puerta, notó que el otro intentaba moverse hacia él desde la cama. Intentaba decirle algo.

–Gra…ci…as.

Tras oír esta palabra no quiso detenerse más. Sentía que la emoción le acabaría desbordando. Una vez en el pasillo cerró con cuidado la puerta y luego se apoyó por un momento contra a la pared. Respiró hondo. Le hizo volver al presente el revuelo de enfermeras en la habitación de al lado.

–¡Hay que localizar a la familia! Por favor Yolanda, llama a la familia de –y en ese momento oyó el nombre de su amigo–. Diles que vengan urgentemente.

Por un momento no entendió nada.

Luego giró rápido su cabeza al cartel que había junto a la puerta de la habitación de la que provenía el revuelo: 420. Instantáneamente miró a la puerta de la habitación de la que acababa de salir: 419.

¡No!... ¡No, mierda no! –se dijo–. Y justo en ese momento recordó varias anécdotas y risas que tantas veces habían compartido a cuenta de sus despistes.

¡No… joder no! –siguió lamentándose mientras veía el revuelo de enfermeros y auxiliares en el pasillo.

Detrás de él, la misma puerta que hacía un rato había cerrado, se comenzó a abrir lentamente. Se giró y vio una mano temblorosa que asomaba bajo la tela de un gastado pijama de hospital. Ahora que lo tenía delante vio que era mucho más bajo que él y supo que no era el que un día fue su amigo. Aun así, lo miró a los ojos y vio una emoción y una luz que nunca podría haber imaginado en aquel rostro, casi inerte, que hacía un rato había contemplado. Y la boca volvió a hablar, pero esta vez con más aire, con más firmeza:

–Gracias Paco por venir…

Él no era Paco, pero sintió que no procedía corregirle.

Una enfermera desde el pasillo no pudo disimular su sorpresa y gritó:

–Andrés… pero qué haces ahí. ¿Cómo te has levantado? No me lo puedo creer –incrédula se dirigió al otro hombre que no sabía cómo explicar que nada tenía que ver con él–. Llevaba semanas en esa cama, nadie venía a visitarle y a nadie logramos nunca localizar… no podía andar. Llevo 20 años de enfermera en este hospital y le juro que es lo más increíble que he visto ¡Usted ha sido el único que ha pasado por aquí! Pero está claro que era la persona que éste hombre debía llevar mucho tiempo esperando. ¡Su visita le ha devuelto a la vida!

El amigo se quedó mirando a los ojos de aquella enfermera. No supo que decir. Asintió con la cabeza, aprobando así sus palabras. Se giró hacía su derecha. Sacó su vieja boina bajo el abrigo y la caló en su cabeza para luego caminar por el pasillo hacia el ascensor que al otro lado le devolvería. Gracias… creyó por última vez oír, esta vez no supo bien si tras él o era la voz que desde hacía rato se repetía una y otra vez dentro de su cabeza. Entonces sonrió, tal vez comprendiendo la suerte de ciertos azares.



sábado, 14 de septiembre de 2019

Sueño eurótico

Aquel fin de semana se había quedado sola en casa y no recordaba la última vez que así había ocurrido. Desde que se mudaron allí, nunca había pasado una noche sola en aquel piso, pensó. Si no su marido, alguno de sus hijos siempre la acompañaban. Se sintió rara y a la vez entusiasmada con la idea de esa ventana de tiempo que se abría ante ella. Una oportunidad a la que, ni mucho menos, iba a renunciar.

Decidió que no iba a cocinar y que se iba a dar alguno de esos placeres prohibidos en su dieta. Para comenzar abrió una botella de vino tinto que guardaba para las ocasiones y aquella lo era. “Pizza… hoy cenaré pizza hawaiana, con su piña incluida: esa gran incomprendida”, decidió mientras ponía la música a ese volumen al que a ella le gustaba escuchar. Zapatos fuera, se dejó caer en el sofá y ojeó las páginas de un libro a la vez que, con el teléfono móvil, encargaba su pizza.

Al rato llamaron a la puerta. Fue a abrir. Era el repartidor.

“Joder… ¿de qué calendario te sacaron hijo?” pensó mientras, sonriendo, lo miraba a los ojos y asentía al oír su nombre en boca de él.

–Pasa, no te quedes en la puerta, dime cuánto es.

Fue a la habitación a buscar su cartera. “¿Dónde dejé la cartera? ¡ah, sí! en el otro bolso”. Cuando al fin encontró la cartera, la agarró y se giró camino de la puerta de la habitación y ¡oh cielos! allí estaba, en la misma puerta de su habitación. “¿Quién le había dicho que entrara hasta allí?” ella le recriminó con la mirada. Él sonrió y la miró fijamente a los ojos.

–Tengo algo para ti.

Ella quedó sin palabras. Presa de una extraña premoción. Por un momento se sintió niña frente aquel tipo sensiblemente más joven y más alto que ella. Observó sus brazos fuertes y sólidos como ramas que salen de un tronco de un árbol… “prohibido”, se dijo ella.

Luego lo miró de nuevo. Era realmente guapo.

–¿Dónde está eso que me traes?

Él tenía las dos manos ocupadas con la caja que traía y que debía contener la pizza.

–Mira bajo la caja.

Ella observó un bulto en su cintura.

–Cógelo. Es para ti.

Ella dudo un instante y al final, algo temblorosa y excitada, metió su mano dentro y, según pudo sentirlo, una emoción se dibujó en sus labios.

–No puede ser… –dijo mientras lo sacaba y acariciaba entre sus dedos–. Es perfecto… –susurró mientras lo acercaba a su boca.

–Hoy en día no es fácil encontrar cacharros como éste –dijo él y sonrió.

Era un Shure SM58, el mítico micrófono cardioide con más de 50 años formando parte de los estudios y de los escenarios más míticos.

–The Who, Iggy Pop, Sheryl Crow, Patti Smith… –murmuró ella mientras lo observaba.

–Tengo algo más.

Abrió la funda que llevaba entre las manos y enchufó un cable a la luz. En lugar de la pizza apareció un tocadiscos que casi al momento comenzó a girar y sonar. Imposible no reconocer aquella sintonía: “Waterloo”. Abba, ganadora de Eurovisión en 1974. Para muchos fans como ella, la mejor actuación de la historia del certamen. Según sonaron los compases iniciales, ella saltó sobre la cama micrófono en mano y comenzó a cantar:

My my 
at Waterloo Napoleon did surrender 
Oh yeah 
and I have met my destiny in quite a similar way 
the history book on the shelf 
is always repeating itself 

Justo al llegar al estribillo aparecieron por la puerta de la habitación nada menos que Agnetha, Björn, Benny y Anni-Frid. ABBA al completo estaba allí. El techo se abrió y los focos de luz iluminaron la habitación mientras la pared del frente dejaba de existir para llenarse de un enfervorizado público que coreaba con ellos el estribillo:

Waterloo I was defeated, you won the war 
Waterloo promise to love you for ever more 
Waterloo couldn't escape if I wanted to 
Waterloo knowing my fate is to be with you 
Waterloo finally facing my Waterloo… 

Al terminar la canción todos se abrazaron. El clamor era ensordecedor. Ellos sabían que iban a ganar el festival y así fue tras las votaciones del jurado. El trofeo, como ella había soñado, fue una suculenta pizza hawaiana que, ahora sí, el pizzero acercó hacia ella que emocionada reía y saludaba a su público. La noche no podía ser más perfecta: Abba, pizza hawaiana y eurovisión. Su sueño más eurótico acababa de cumplirse justo en aquel momento. 



viernes, 9 de agosto de 2019

Ratón

En aquel bar todos se parecían a su dueño. Tal cual. Era un extraño caso de mimetismo hasta ahora nunca conocido ni, que yo sepa, reportado. Pensé por un momento en aquellos dueños que pasean a sus perros y que tantos rasgos comparten. Sobre eso sí que alguna vez había leído; al parecer existe una teoría que afirma que es nuestra tendencia natural a juntarnos con alguien que se nos parezca, para así asegurarnos cierta compatibilidad genética, lo que hace que inconscientemente también lo apliquemos a la hora de elegir a nuestro animal de compañía. ¿Pero a nuestro bar y a su patrón sería aplicable? Lo cierto es que tampoco nos detuvimos mucho más en esta aventurada, y bastante absurda hipótesis; y donde sí lo hicimos, fue en su pincho de perdigacho. Un pincho que constaba de pan, salsa alioli, tomate y anchoa. Tan sencillo como delicioso. Y en eso no éramos los únicos que así lo debíamos apreciar, pues aquel bar siempre estaba lleno y sólo llegar hasta la barra, se convertía en una auténtica yincana.

Pues era en aquella mesa del bar, donde compartíamos risas y confidencias. Esa misma mañana el dueño del hostal, que fue el mismo que nos recomendó aquella taberna, nos había estado hablando de su dueño: el Ratón. Nos habló de la intensa y novelesca vida que esos pequeños ojos tras esas gruesas lentes, atesoraban. Al parecer, uno de los dos ojos se quedó en las manos de un marinero ruso que decía ejercer también de cirujano oftalmólogo, cuando muchos años atrás y durante unos meses en altamar, intentó operarle de un mal que le afectaba a la vista. Entre risas, el hostelero nos contaba que le robó el ojo bueno y se lo cambió por uno de cristal, que era el que ahora llevaba. Luego nos habló también que pasó una temporada a la sombra, entre rejas; y que pudo salir gracias a un hombre que, al parecer ahora, se sentaba siempre en la misma esquina del bar y que bebía durante largas horas y al que el dueño nunca cobraba. Como remate final, mientras salíamos por la puerta de la casa, nos confesó que de aquel hombre nadie podía saber con certeza cuántos hijos tenía; que seguramente ni él mismo podría adivinarlo. Vaya, además de habilidoso en la cocina, debía haber sido todo un galán, comentamos.

–Manolo, ponnos tres cañas y unos perdigachos –alguien ordenó.

Nos fijamos y sonreímos. Era más que evidente su parecido.

–No puede ser…

Una niña se acercó a la barra con su hermano.

–Manolo, mi madre me pregunta si nos puedes preparar una paella para mañana a las tres.

–Mira esa niña… mira… ¡es igual, joder!

–¿Y has visto el hermano que va a su lado?

–No… por favor…

Cesó nuestra conversación cuando vimos que el dueño se acercaba finalmente a nuestro lado. Antes de hablar, nos escrutó durante unos segundos acercando sus empañadas lentes a nuestros rostros, primero al mío y después, y con el mismo detalle, al de ella; parecía como si quisiera olfatearnos. Finalmente nos preguntó:

–Hijos… ¿Qué vais a tomar?

–Dos cañas y dos pinchos de perdigacho.

–¡Marchando! –sentenció.

Cuando se fue de nuestro lado, camino de satisfacer nuestra comanda, en silencio y durante unos segundos nos miramos. Lo cierto es que en mucho nos parecíamos. Al final comprendimos que no estábamos excluidos y que el extraño caso de mimetismo, tenía una explicación mucho más científica y lógica. En aquel bar todos éramos hijos del Ratón. Ratones, al fin y al cabo. Y nuestro queso, ese exquisito y adictivo perdigacho.



domingo, 23 de junio de 2019

Alexéi

I

–Señoras y señores, sean bienvenidos a la fortaleza de San Pedro y San Pablo, uno de los primeros lugares edificados en San Petersburgo. Como ustedes sabrán, esta ciudad fue en su origen una tierra conquistada a los suecos por Pedro I el Grande, sin duda el zar más importante en la historia de Rusia y la persona responsable de su fundación en el año 1703; lugar donde trasladó la capital, que lo fue del imperio ruso, durante más de doscientos años. En los cuarenta y tres años que duró su reinado, Pedro I el Grande dio un impulso sin precedentes a este país y supuso la modernización del estado.

Los visitantes de la ciudadela tomaban fotografías y sonreían entusiasmados a las explicaciones del guía turístico. Él, casi sin tomar aliento, prosiguió:

–Durante su reinado, Pedro I implementó importantes reformas como fueron renovar el alfabeto y el calendario ruso, modernizar la manera de vestir de la nobleza y la aristocracia rusa siguiendo los patrones europeos de aquellos momentos; promoviendo el afeitado de los hombres e incluso instituyendo un impuesto sobre las barbas, con el fin de lograr que los rusos se parecieran más a los europeos occidentales –una mujer entre el público pellizcó con suavidad a su barbudo marido que atento escuchaba–. También, Pedro I el Grande, redujo el poder y la autonomía de la iglesia tradicional ortodoxa rusa lo que, como bien podrán imaginar, le hizo ganarse no pocos enemigos. Esa hermosa iglesia que ven ahora mismo delante de ustedes, es la catedral de San Pedro y San Pablo, lugar donde desde Pedro I el Grande están enterrados todos los zares incluido el último zar, Nicolás II, vilmente masacrado junto a toda su familia por los bolcheviques tras la revolución de 1917, lo que supuso el fin de la dinastía Romanov.

Tras unos minutos visitando la iglesia y dando explicaciones de cada una de las tumbas que allí se hallaban, la visita prosiguió camino de la prisión de la ciudadela; famosa por haber acogido presos de lo más célebre y donde se practicaban los más severos castigos. El guía proseguía con su explicación.

–En este lugar, que es el bastión de Trubetskói, quiero contarles la triste historia de Alexéi, que fue el hijo de Pedro I el Grande; fruto de su matrimonio con su primera esposa, de nombre Eudoxia. Aquí Pedro I hizo encerrar a su hijo. Al parecer el zar, viendo que Alexéi no acababa de estar preparado para ser su sucesor y que además era bastante díscolo, decidió reprenderlo. Para ello lo mandó encerrar en esta cárcel a fin de que reflexionara. Cuentan que el hijo era un reo bastante indisciplinado y molesto, y los guardias un día quisieron darle una lección. Tan severo fue el correctivo, que Alexéi acabó muriendo. Los guardias desconocían que fuera el hijo del zar. Imagínense cuando su padre se enteró. El disgusto que un padre puede tener al ver que su maniobra por intentar enderezar a su hijo, acabó con la vida de su único vástago varón. Terrible para un padre. ¿No les parece?

El público que asistía a la explicación murmuraba y comentaba sobre el fatídico hecho que les acababan de relatar. Algunos padres que estaban presentes opinaban sobre lo duro que tendría que ser para un padre, y sin haberlo querido, haber desencadenado tan horrible tragedia.

–Hay que tener mucho cuidado y ver la mejor manera de reprender a un hijo. La violencia nunca es el camino –una mujer apuntó.

–Eran otros tiempos –alguien quiso corregir–. Le aseguro señora que mi padre también fue de mano suelta. ¡Así de recto salí yo!

–Tuvo que ser terrible para su padre conocer la noticia –un tercero apuntó.

De repente un estruendoso ruido, acompañado de un temblor bajo sus pies, acabó por acallar el debate. Los presentes quedaron congelados. Un hombre gritó y un niño en un carrito comenzó a llorar. Luego todo se detuvo, el silencio se hizo. Los pájaros tras varios segundos volvieron a posarse en los árboles con la firme intención de volver a cantar.

–¿Qué ha sido eso? –alguien preguntó.

Antes de que el guía atinara a responder que no sabía, se oyó un sonido de arrastre de cadenas tras ellos. Un hombre semidesnudo, cubierto de harapos y que caminaba agachado, casi rozando el suelo, se acercó lento. Traía la cara y la espalda llena de cortes y desgarros. Aproximándose y encarándose al guía, comenzó a hablar.

–Soy Alexéi Petróvich Románov, hijo de Eudoxia Fiódorovna y de Pedro I Alekséievich, quien murió el 26 de junio de 1718 tras ser torturado hasta la muerte en una celda de esta fortaleza de San Pedro y San Pablo. Llevo trescientos años intentando descansar en calma, pero es imposible oyendo a cada rato todo tipo de patrañas y falsas especulaciones. ¿Cómo podéis afirmar que mi muerte fue fruto de un desgraciado error? ¿Cómo podéis decir que mi padre no sabía nada cuando él mismo me había condenado a morir aquí? Fue una condena injusta dirigida directamente por él. Y fue él mismo, quien me juzgó y me mandó torturar hasta conseguir que declarase lo que quería escuchar. Me mandó encerrar en este lugar en espera de su juicio y sentencia final. Pero antes de que llegara esa sentencia, sufrí varios días el castigo del knut. Varias sesiones de terribles latigazos, que aún hoy en mi espalda duelen y que me desollaron e hicieron que, en pocos días, un solo soplo de aire pudiera llevarme hasta la muerte. Pero aún quiso él adelantarse a ese soplo y con sus propias manos, en ausencia de sus soldados, terminó por asesinarme. No deseo a nadie un final así. Sólo pido que contéis los hechos tal y como acontecieron. Pedro I es el único y verdadero responsable de mi tragedia. Maldita sea, dejad de dulcificar esta historia y contad la verdad.

–¡No hagan caso a ese charlatán! –una voz atronó tras él.

No lo van a creer, pero el mismísimo Pedro I el Grande, con sus más de dos metros de altura y hegemónico porte, apareció en escena.

–¡No le hagan caso! ¡Fue un traidor al estado! Huyó como un cobarde a Austria y se puso bajo el amparo de su rey. Él, junto con su madre, planeaban derrocarme y acabar con el nacimiento de nuestro imperio. Créanme que él nunca quiso a esta ciudad. Él sólo pensaba en Moscú y siempre escondido bajo el poder de su iglesia y sus viejas tradiciones que nos impedían avanzar. Si por él fuera esta ciudad nunca habría existido y aún hoy seguiría bajo el poder del rey de Suecia. Estaba claro que yo no podía permitirlo.

–¡No es verdad eso que contáis! ¡Vos me amargasteis la existencia desde mi nacimiento! –mirando ahora hacia el público que atónito observaba la escena prosiguió–. Él me separó de mi madre cuando yo sólo tenía ocho años. Él recluyó a mi pobre madre en un convento para así casarse con otra mujer –momento en que creó un silencio y volvió su mirada cargada de odio hacia su padre–. Vos me dejasteis siendo un niño a cargo de ese bastardo de Ménshikov quien lejos de enseñarme nada, abusó de mí y sólo sirvió su compañía para convertirme en un alcohólico y sumirme en la desesperación.

–¿Acaso creéis que erais persona adecuada para recibir y gestionar el legado de vuestro padre? Decidme ¿qué habría sido de este lugar si acaso lo hubieseis algún día heredado? ¿Qué diablos habría sido de San Petersburgo?

–¡Pero yo renuncié! Renuncié al trono y simplemente os pedí poder vivir retirado con Afrosina. Me prometisteis que así sería si yo renunciaba. Para eso enviasteis a aquellos agentes hasta Nápoles a buscarme y tratar con vuestra carta de convencerme. ¡Y yo os creí!

–¡Ah, esa bastarda de Afrosina! Yo os casé con una mujer europea, moderna y hermosa, que nunca supisteis cuidar. Pasabais más tiempo de juerga y ebrio que atendiéndola. No me extraña que acabara muriendo. ¡De pena tuvo que ser!

–¡Ella murió al dar a luz a nuestro hijo, quien además fue vuestro nieto y futuro heredero!.

–¡Poco tiempo tardasteis en huir con esa Afrosina!

–¡Yo la amaba! Yo quería a esa mujer. Era la persona que yo elegí. Vos también abandonasteis a mi madre. Yo nunca elegí casarme con quien me obligasteis, que ni siquiera era rusa ni me gustaba. ¡Yo renuncié al trono! Sólo quería vivir con la persona que amaba, pero vos decidisteis acabar con mi vida. ¿Era acaso esa, razón para sentenciarme a muerte? ¿Por qué fue necesario un final así?

El público parecía entusiasmado ante aquellos pormenores familiares. Los más sucios trapos, como en tantas ocasiones, parecen ser los que más interés entre el respetable despiertan. Pedro I prosiguió:

–Era necesario. Me habíais traicionado y volveríais a hacerlo. Y había muchos que me odiaban y hubieran hecho lo posible por conspirar en mi contra como así ya lo hicisteis. Pronto acabarían aliándose con vos para acabar conmigo y haceros zar junto a vuestra madre. ¡Estoy seguro que existía ese plan! Nunca hubiéramos construido San Petersburgo de ser así. Maldito seáis. ¿Por qué creéis que viene toda esta gente año tras año hasta aquí? ¡Decidme! ¿Por qué creéis que lo hacen? Lo hacen porque levanté el mayor imperio jamás erigido. Lo hacen porque hice construir la ciudad más bella que nadie pudo imaginar. ¿Sabéis cuántas miles de personas murieron durante la construcción de esta cuidad? ¡Miles… decenas… cientos de miles! Cada pilar, cada cimiento alzado sobre esta ciénaga está sostenido por los huesos de alguien que trabajó por levantarlo. Vuestra muerte era un mal necesario. No podíais seguir con vida. Nunca hubiéramos avanzado.

Su atronador discurso cesó por un momento. Ni los pájaros parecían ahora capaces de desafiar ese silencio tras la tormenta. Giró su desafiante mirada hacia el público allí congregado.

–¿Qué opinan ustedes que tan atónitos miran? Les gusta este lugar, ¿verdad? Ya lo veo en sus caras, en sus comentarios, en todo… ¿creen ustedes que esto existiría si alguien como él hubiera estado al frente? ¿Acaso pueden creerlo? Ninguno de ustedes estarían hoy aquí admirando la que fue la más hermosa capital de cualquier imperio.

Todo el grupo miraba atónito, mientras al unísono y como si estuvieran hipnotizados, giraban sus cabezas y asentían dando la razón al zar. El silencio era tremendo. Parecía que nadie respiraba. Sólo una mujer parecía sostener la mirada al zar. Y del zar girarla hacia su hijo. Era la única que parecía no sucumbir ante la energía de Pedro I.

–Ustedes saben que mi decisión no pudo nunca ser fácil. Pero había un imperio que salvar –aquí el tono se volvió algo más tranquilo, lánguido, quizás fruto del cansancio–. Este país sufrió mucho para llegar hasta aquí; en la época de turbulencias con los suecos invadiéndolo, luego los tártaros y los otomanos. Todos querían hacerse con él. Y luego el riesgo interno de revuelta con los streltzí y la vieja Rusia detrás. No les gustaba que mirásemos a Europa, que les cortasen la barba, modernizásemos sus ropas, sus ritos, todo. Y vos queríais seguir mirando hacia oriente y mantener el poder de su vieja iglesia; igual que vuestra madre. Estoy seguro que confabulabais con un imperio dirigido por ambos. Hubiera sido la más absoluta ruina. No podía permitirlo bajo ningún concepto… Aun así lloré el día de tu entierro... hijo.

–¡Falso! ¡Con vuestras propias manos me matasteis!

–Era mi responsabilidad como zar. Lo dije y lo diré siempre: era necesario. Creedme que siempre descansé en paz y ahora debo seguir haciéndolo. Disfruten de esta ciudad. Adiós.

Todos seguían en silencio, estupefactos, viendo cómo el zar, emperador ya por aquel entonces, giraba sobre sus pasos y se alejaba de la escena caminando; mientras un grupo grande, como peregrinos hipnotizados, lo hacían tras él.

Alexéi seguía en el mismo lugar. ya sin fuerzas. De nuevo humillado y derrotado. Miraba a las caras de los pocos que allí seguían congregados. Todos parecían secundar la condena. Todos rendidos a la gloria de su padre. Por un momento pensó que nunca debió haberse levantado de donde estaba. Pero veía los ojos de aquella mujer que le seguían mirando. Los únicos que atisbaban algo de empatía hacia él, de rechazo a la invectiva de su padre y, en definitiva, a su condena.

La mujer que atenta desde hacía rato le miraba, al fin habló:

–Nosotros creemos en ti. Es muy injusto lo que hizo tu padre. Yo conocía esta historia. He leído y estudiado mucho sobre ello en los últimos años. Tú nunca recibiste un juicio justo. Tu padre no actuó bien, Alexéi.

La mujer se giró y observó a su pareja y al resto de sus amigos.

–Es increíble todo esto que está ocurriendo. Estamos ante un hecho realmente extraordinario. No sé cómo diablos ha sucedido, pero por primera vez podemos cambiar el curso de una historia, deshacer una injusticia que siempre entendimos irreparable; una más de tantísimas que a lo largo del tiempo se han producido. Tal vez sea una locura, pero creo que si me ayudáis, esta injusticia podemos revertirla.  


II

El zar contemplaba San Petersburgo subido a la muralla de la fortaleza. Miraba hacia el horizonte, pensativo. Parecía emocionado. Podía ver el Palacio de invierno que él mismo mandaría construir, los puentes sobre el río Nevá y todos sus paseos aledaños llenos de edificios donde, cuando él llegó y arrebató a los suecos ese lugar, todo no era más que un gélido páramo ocupado por una ciénaga pantanosa, cultivo de alimañas y enfermedades; inhóspito lugar azotado por los vientos helados del mar Báltico y habitado por unos pocos hombres que se alimentaban de lobos.

Recordó también el momento en que, exhausto tras la dura batalla que duró días, clavó sus manos en la tierra y esparciendo el terrón que acaba de arrancar, rugió que allí habría una ciudad. Loco visionario al que todos admiraban y que él mismo nuevamente demostraría de lo que era capaz. Ese lugar sería la ventana de Rusia hacia occidente. Estaba decidido a abandonar Moscú, a quien desde niño odiaba, pues sabía que planeaban asesinarlo; quería romper con esa ciudad, sus viejas costumbres y sus continuas conspiraciones. Mucho hubo que trabajar para habitar aquel lugar, ganarle el pulso a la oscura ciénaga y a tantas mentes indolentes. Había que elevar ese terreno para doblegar a ese río que se desbordaba todos los otoños. Para ello tuvieron que transportar toneladas de tierra de las islas vecinas, que los trabajadores portaban en sacos sobre sus hombros. Mucha gente murió para levantar San Petersburgo.

–Es muy hermosa esta ciudad… debe de estar muy orgulloso por todo lo que hizo–. El zar se giró y contempló a la mujer que hacía rato, y desde primera línea, su discurso escuchaba.

–No os hacéis una idea. No hubo un día, ni dentro del día un minuto en que mi cabeza existiera otra cosa que levantar esta ciudad. Poca gente creía que fuéramos capaces. No osaban decírmelo, imagino que temiendo su suerte, pero yo lo veía en los ojos de muchos nobles. Aun así, contribuyeron con su dinero y con todos sus siervos. Miles trabajaron aquí. No eran fáciles las condiciones. Algunos morían pronto y otros lo hacían algo más tarde; pero todos vamos a morir algún día y, al menos, aquellos infelices podrán decir que, con su esfuerzo, a tan noble fin contribuyeron.

–Aún no visité esta fortaleza. Sería un honor si usted tuviera tiempo para mostrarme su creación, aunque no quisiera molestarle… –sugirió la mujer.

–Permitidme. Vos sois europea, como esas ciudades que visité y a esas mujeres que tantas veces admiré. Fue en sus ciudades donde me inspiré y dibujé este sueño. Dejadme que os muestre.

Y fue así como comenzó aquel paseo por la ciudadela. Pedro I enseñando el lugar a la mujer que tanto sobre él había estudiado. Nunca imaginó ella que algún día tendría la suerte de confrontar con uno de sus protagonistas, todos los datos históricos que abordó en su trabajo de tesis, e imaginamos que tampoco nunca se imaginó él conversando con una mujer que, sin nunca haberse visto, tanto de su vida conocía y también de lo que tras ella acontecería. Caminaron durante toda la tarde, deteniéndose a cada rato y a cada paso. Si todo es presente, no hay prisa que en él se revele, debió pensar el zar. No sabemos lo que pensaría la mujer. Estaba claro que aunque sus edades podrían ser casi la misma, sus momentos eran muy diferentes; aunque, cuando la conversación es tan interesante, el tiempo desaparece.

A la catedral el zar prefirió que no entrasen. Ella lo comprendió y le pidió que continuaran a otros lugares, pues entendía que él no quisiera entrar al lugar del que hacía poco tiempo debía haber salido.

Sobre lo que ella estaría pensando durante el paseo no podemos aventurar nada. Pero sí pudimos observar su mirada mientras él hablaba. Parecía seducida por la conversación del zar. Si bien mucho había discrepado de sus métodos, así como de la suerte que le hizo correr a su vástago Alexéi; lo cierto es que la admiración que hacia él sentía parecía difuminarlo todo. Ella en su mismo cuerpo sentía la intensidad y energía que aquel hombre desprendía y que la herrumbre de los años nunca supieron sofocar. ¿Qué haríamos cada uno de nosotros si la vida nos diera la oportunidad de poder pasear y charlar con ese personaje histórico que admiramos? Ese mismo al que tantas veces hemos leído o estudiado. ¿Realmente llegaríamos a reprocharle su parte más oscura cuando tanta fue la luz que crearon?

Estaba casi anocheciendo y caminando llegaron hasta el bastión de Trubetskói. El zar cada vez se mostraba más amable y seductor con la mujer. No olvidemos que Pedro I el Grande era conocido por sus dos pasiones: las mujeres y el alcohol. A ninguna de ellas quiso nunca renunciar y eso siempre lo supieron bien cada una de las mujeres que compartieron su vida con él. Especialmente Catalina I, su segunda mujer, que sabiendo imposible cambiar esa faceta del zar, decidió participar también de sus excesos y su continua celebración.

Entraron dentro del bastión y pasearon por sus pasillos. La luz de tarde era cada vez más baja y la penumbra empezaba a envolver el lugar. A ninguno de los dos parecía incomodarle, sólo regularon el tono de su voz para que fuera más acorde a la intensidad de la luz.

Ahora era ella quien más hablaba y le relataba lo que había leído sobre aquel lugar que databa de 1872 y que se convirtió en el principal destino de los prisioneros políticos en los últimos años de la etapa zarista. Anarquistas como Pyotr Kropotkin o Alexander Ulianov, que fue hermano mayor de Lenin, acusado de participar en la organización del atentado contra el zar Alejandro III; políticos como Trotski, escritores como Gorki y muchas otras figuras prominentes del pensamiento de izquierdas. Ella prefirió, por sensibilidad hacia él, no explicarle que durante unos cuantos años esa ciudad se llamaría Leningrado; al fin y al cabo, ya había recuperado el nombre que él mismo le puso. El zar la observaba atentamente y no sabemos si estaba perdido por tanto no vivido, o bien, estaba ensimismado en lo que ansiaba descubrir. Y así lo pudimos percibir cuando dio un paso hacia ella, intuimos con qué intención, y ella; que lo debió notar, sutil lo dio hacia atrás. Entonces ella sonrió, mirándole a los ojos. “Espera, voy a ver si hay alguien fuera” con un guiño y un gesto de complicidad, pareció quererle decir. Fue hasta la puerta y se asomó al pasillo mientras con su mano acariciaba y comprobaba el cierre metálico de la puerta. Entonces ella se giró y miró fijamente al zar. Su gesto nada tenía que ver con el que dibujaba su cara breves instantes antes.

–Querido zar… ¿Ha pensado alguna vez lo que tuvo que sentir su hijo Alexéi aquí encerrado esperando su injusta sentencia?

Antes de que el zar pudiera abrir la boca, ella se giró. Salió por la puerta que rápidamente bloqueó con el cerrojo que segundos antes acababa de comprobar.

La atronadora voz del zar tras ella maldecía y gritaba.

III

Cayó la noche en la ciudadela y la luz de la luna llena iluminaba el cielo de mayo en San Petersburgo. Los que allí en la fortaleza quedaban decidieron celebrar, pues importantes motivos había para hacerlo. Alexéi, junto a ellos, mostraba su rostro emocionado por el giro de su historia. Sus ojos albergaban un brillo que quizás nunca antes mostraron.

–Gracias… gracias –como un mantra una y otra vez repetía.

–¡Aquí falta alcohol! –el más animado gritó. Y así fue cómo decidieron asaltar el bar del recinto. No había nadie y, ya estando dentro, no les resultó tan complicado llegar hasta el lugar donde la cerveza y el vodka se custodiaban.

Con unos armazones de madera que encontraron, decidieron hacer una gran hoguera y hasta una balalaica para amenizar apareció, tomada al parecer prestada de algún lugar del recinto.

Era una locura. Nadie gastó un segundo en pensar en lo que habían hecho, en lo que acababa de acontecer. Y bailaron. Bailaron sin cesar hasta caer borrachos y rendidos. Alexéi sentado en el suelo junto a ellos observaba y sonreía preso de un éxtasis que nunca en su día debió conocer. Después y poco a poco, según se agotaba el alcohol y transcurría la noche, fueron quedando dormidos junto a los últimos rescoldos de la hoguera. Justo cuando ya la luz de la madrugada asomaba por el horizonte, uno de ellos, quizás el más insomne o prudente, tomó la iniciativa de caminar hasta el muro de la fortaleza. Subió la escalera que le llevaba al mirador desde el que tan bella la ciudad, no muchas horas antes, Pedro I contemplaba.

Junto a las humeantes cenizas, rescoldos de la noche de jarana, los que allí dormitaban oyeron un grito que les hizo saltar como un resorte.

–¿Qué ocurre? –gritó la mujer. Mientras que a toda prisa corría hacía la muralla. Una vez arriba se acercó al amigo que, preso del pánico, no atinaba a articular palabra y sólo a señalar, con la mano temblorosa, el horizonte al otro lado del río Nevá.

No había nada.

Mejor dicho. Sí había. Una ciénaga pantanosa perfilada por matorrales donde un grupo de aves celebraba la llegada del día. No había Palacio de Invierno, ni la catedral de San Isaac con su impresionante cúpula, ni el puente basculante sobre el río Nevá. No había nada de la ciudad que hasta ayer mismo todos admiraban.

Había desaparecido todo.

Sólo había una carretera por la que se veía transitar las luces de algún coche en la madrugada, un puñado de casas agrupadas y un humo a lo lejos, saliendo de la chimenea de lo que sería una fábrica. 

–No puede ser… qué diablos ha ocurrido –murmuraba el que dio la voz de alarma tras ser capaz de volver a hablar. Ahora era la mujer que, junto a él paralizada, callaba.

Los compañeros se iban sumando al clamor de disgusto: ¡Todo ha desaparecido! ¡No hay nada! ¿Dónde está el Hermitage? ¿Dónde la catedral de Kazan? ¿Dónde está la Torre del Almirantazgo con su aguja dorada?

–¡Las fotos! –otro gritó–. ¡Mirad las fotos! –y sus manos temblorosas mostraban su teléfono móvil donde se podía ver la galería de fotos de los días anteriores. Mismas personas; mismas poses y sonrisas de felicidad, pero los paisajes y lugares eran otros. Tras ellos ya no estaba el Palacio Peterhof o el de Catalina la Grande o tantos lugares hasta ese momento visitados. Detrás de ellos no había nada más que arbustos, una granja abandonada o un camino lleno de barro tras la tormenta.

–¿Os dais cuenta de lo que hemos hecho? –el hombre continuó–. ¡Hemos cambiado el curso de la historia! Ahora mismo no podemos saber qué pudo ocurrir tras el nuevo escenario que hemos podido crear. Si Alexéi no fue asesinado finalmente por su padre, todo pudo cambiar. Y viendo el horizonte a nuestra espalda, ya vemos que todo ha cambiado. ¿Qué diablos hemos hecho?

–¡Hemos reparado una gran injusticia! –gritó la mujer señalando hacia debajo de la muralla donde se encontraba Alexéi con el resto de los compañeros.

–¿Qué injusticia hemos reparado? ¿Y cuántas más habremos podido crear? –un viejo que hasta ese momento compartía con el grupo comenzó a disertar–. ¿Cuántos ejemplos podemos encontrar a lo largo de nuestra historia en los que se depusieron tiranos que dieron lugar a otros peores? ¿Qué locura hemos creado? Hemos venido como turistas a un país y no podemos asegurar ahora mismo, ni el nombre del lugar en el que estamos, ni tan siquiera el país al que pertenece.

La mujer miraba desde el borde de la fortaleza a Alexéi que abajo, recostado junto a los restos de lo que fue la hoguera con la que se iluminaron y celebraron, parecía tranquilo dormitar. Lo imaginó en un sueño reparador, tras una larga pesadilla que para él había esa noche concluido. Pero el pensamiento de la mujer rápidamente giró hacia lo que acababa de apuntar el viejo. Sintió que su vello se erizaba mientras sacaba del bolso su pasaporte. Quedó definitivamente sin palabras mientras contemplaba cada una de sus hojas.

El resto de compañeros, al verla, hicieron lo mismo.

–Tenemos un grave problema –alguien sentenció. Otros sólo atinaban a gritar mientras revisaban sus pasaportes.

–¿No observáis que también falta gente? –el más viejo, con la calma que dan los años, pero también con la frialdad que a ratos otorga la inapelable razón, volvió de nuevo a la carga–. Recuerdo el matrimonio de polacos que estaban junto a nosotros antes… y a otra pareja de… alemanes, creo que eran… y aquel chico portugués. ¿Os estáis dando realmente cuenta de cómo alterar lo más mínimo una historia que mucho tiempo atrás sucedió, tiene consecuencia en todo y en todos? ¿No entendéis que cada uno de nosotros no es más que el resultado de los aciertos, errores y también horrores de este mundo? Que tú un día naciste porque quizás tu abuelo logró salir con vida de un campo de concentración, o porque tu tatarabuelo disparó antes que su enemigo en aquel campo de batalla. Somos fruto de los supervivientes de un mundo que todos sabemos injusto; pero si tratamos de alterar el pasado, no podremos tampoco con ello garantizar, ni un mundo mejor, ni tan siquiera que nosotros estemos en él para contemplarlo.

Nadie habló tras las palabras del viejo. Todos quedaron en silencio, como si se tratara de un velatorio, quien sabe si del suyo propio. Al rato volvieron a hablar, a debatir sobre la nueva situación. Llamaron a sus compañeros de abajo para que subieran. Con un gesto les dijeron que no despertaran a Alexéi. Mientras el sol iba tomando altura sobre el cielo de San Petersburgo o de, sabe Dios, qué lugar. Minutos después, en fila, bajaron la escalera de la muralla camino al lugar donde Alexéi dormido en paz aguardaba.

Le despertaron de su sueño.

–Alexéi, ¿Puedes venir un momento?

IV

Señoras y señores en unos momentos vamos a aterrizar en el aeropuerto Adolfo Suárez de Madrid Barajas. No olviden abrochar sus cinturones de seguridad, colocar en posición vertical los respaldos de sus asientos, comprobar que su mesita está plegada y la persiana de su ventanilla subida. En Madrid hace una preciosa tarde soleada y la temperatura es de 25ºC... 

–Está claro que nunca podremos olvidar este viaje –el hombre susurró al oído de la mujer mientras la abrazaba desde su asiento del avión.

La mujer no dijo nada, pero sí giró su cabeza y le besó. En su mano sujetaba su teléfono móvil donde, una a una, repasaba las fotos del viaje. Allí estaban, sonrientes y felices. Detrás de ellos se podía ver el Palacio de Inverno, la Iglesia del Salvador sobre la Sangre Derramada con sus cinco cúpulas bulbosas, la Casa de los Libros de la avenida Nevski… Cuando llegó a la foto de la escultura ecuestre de Pedro I el Grande sobre la enorme roca de granito frente al Nevá, la mujer se detuvo unos segundos, observando la imagen mientras, de manera inconsciente con su dedo índice, parecía acariciarla.

–Tienes razón cariño. Nunca podremos olvidar este viaje.

Nikolai Gue. “Pedro I interroga a su hijo el zarevich Alexei en Peterhof” 

sábado, 11 de mayo de 2019

El tiempo

–Mamá... ¿Cómo conociste a papá?

La madre sonrió. Paseaban por el bulevar en la tarde de primavera. Corrían esos días del año en que la temperatura, la luz y los aromas se vuelven sublimes.

–¿Quieres que te cuente?

–¡Sí!

–Pero será nuestro secreto –añadió la madre guiñando divertida un ojo a la niña–. ¿Promise?

–¡Promise!

–Hace tiempo conocí a un chico que escribía y cantaba canciones... se llama “cantautor”. Como esos que vemos alguna vez con una guitarra cuando vamos de paseo. ¿Sabes?

–Sí

–El caso es que él a mí me gustaba y yo a él también... pero yo veía que no me hacía mucho caso y yo no quería andar perdiendo mi tiempo. Ahora te parecerá que no existe, hija, y por eso eres tan feliz y sonríes así… pero llegará un día en que el tiempo será para ti lo más importante.

La niña quedó pensativa intentando entender el tiempo... sol... lluvia... ¡Ah no! el otro... el de los relojes.

–Y entonces tu padre empezó a escribirme. Al parecer yo le había gustado desde la primera vez que me vio y, aunque no nos habíamos vuelto a ver, me escribía a todas horas. Me preguntaba por mi trabajo, por mis exámenes, por lo que había estado haciendo en la tarde, por todo... siempre pendiente de mí.

La niña sonrió y aplaudió entusiasmada.

–Y entonces un día me empezó a decir que deberíamos vernos, que él quería conocerme, que le parecía muy interesante y que le gustaba.

–¿Y el cantautor?

–Pues ahí seguía... era muy especial. Me cantaba sus canciones, me leía sus poemas y yo también le mostraba los míos… Tú no lo sabes, pero en esos años yo también escribía poemas –la niña sonreía imaginando a su madre–. Luego paseábamos y reíamos en la tarde… el caso es que a veces conseguía detener mi tiempo. O mejor dicho, todo el tiempo que pasé con él, lo recuerdo detenido.

–¿Y entonces?

–Pues que yo veía que no me acababa de decir nada claro y no estaba para perder mi tiempo. Y un día quedé con tu padre y pronto me di cuenta de que era lo que andaba buscando. Y mírate mi vida. ¡Aquí estás tú!

La madre se agachó y besó con ternura a la niña. Tras esta conversación siguieron caminando por el bulevar. Al pasar junto a una esquina, un chico joven tocaba una guitarra y cantaba sus canciones. Se detuvieron unos segundos. La niña de reojo miraba a su madre que atenta le escuchaba, y ella, que no entendía muy bien lo que él cantaba, sentía que le gustaba lo que oía; parecía como sí esa voz saliera de un lugar diferente del que normalmente brotan las palabras. Minutos después la niña tiró del brazo de su madre.

–¿Nos vamos mamá? Vámonos a casa... no perdamos más tiempo.

La madre seguía mirando al joven trovador pero su mente estaba en esa palabra que acababa de pronunciar su hija... tiempo. Se giró y se puso en cuclillas frente a la niña. La miró a los ojos, con la ternura que sólo una madre mira, y le dijo:

–Hija. Olvida todo lo que te he enseñado sobre el tiempo y quédate mejor con este consejo: Déjate llevar siempre por tu corazón y jamás tu tiempo será perdido. Y ahora vámonos a casa.

Mientras caminaban, la madre sentía las notas de una canción resonando en algún lugar que creía olvidado. Miró evasiva su móvil. Tenía varios mensajes. Siempre pendiente. Siempre tan atento. Sonrió.

–Vamos hija, que se hace tarde.   


sábado, 27 de abril de 2019

Taxi

Cuando llegó a la parada de taxi del aeropuerto, vio que iba a tener que esperar más de lo habitual, lo que sumado al retraso del vuelo, haría que llegara a casa más tarde de lo deseado. Desde el móvil canceló el pádel con sus amigos, pero no la cena con Alicia. Llevaba unos días de viaje y tenía curiosidad por volver a verla. Tampoco pensó mucho en la razón de esa curiosidad.

–En tu seguridad radica tu poder –aquella mujer le dijo dos noches atrás, en la habitación del hotel donde celebraban el congreso al que acaba de asistir, y donde él era uno de los más destacados ponentes.

No es sólo mi seguridad… es que tengo razón –y rompió a reír, mientras ella con su pie golpeaba su costado y, girando sobre la cama, se levantó camino del cuarto de baño.

Siguió recordando en la parada de taxi. Había salido todo perfecto y su ponencia sería recordada como magistral. Sabía que el trabajo que presentaba en aquel congreso mundial de oncología iba a tener mucha repercusión.

 –En la metodología que usted propone cabría siempre la posibilidad de explorar una vía menos agresiva y que pueda permitir al paciente, tras su tratamiento, mantener la totalidad de su capacidad auditiva –ella comentó desde las primeras filas de la sala.

Disculpe señorita, pero este método puede prolongar la vida de la persona de dos a cinco años. Creo que la prolongación de la vida está muy por encima de esa capacidad que usted pretende proteger. No considero que, en ningún caso, se deba comprometer lo primero en aras de lo segundo; que además, en nada estaría asegurado –comentario al que siguieron algunos murmullos suspicaces entre el público.

Perdone si le ofendió mi osadía, doctor –le dijo durante el cóctel de la tarde la joven doctora. Él se giró y la miró, sonriendo al ver que era la misma que le interrogó en la mañana durante su ponencia. Ella continuó:

–Creo que su respuesta fue algo brusca y la propuesta que le lanzaba al menos debería valorarla. ¿Siempre responde así cuando alguien le cuestiona sus métodos? –inquirió ella cambiando el tono de su voz por uno más seguro e incisivo.

Siguió, en la cola de taxi, recordando lo que vino después hasta llegar a la habitación del hotel. Sonreía su ego en la boca, mientras escribía mensajes en su teléfono.

–Vamos… que no tengo todo el día –un taxista desde el segundo carril le reclamaba. 

Caminó hacia él y le entregó la maleta. Subió al taxi sin decir nada y seguidamente le dio la dirección.

–Joder… vaya día que llevo… dos horas esperando un cliente y me dice usted ahora que va aquí al lado… ¿Cree usted que me merece la pena tanto tiempo esperando para esta carrera?

–Eso lo tendrá que valorar usted. Así es la vida amigo, vivo ahí… –sin mucho afán respondió mientras seguía con los ojos enredados en la pantalla de su móvil.

Algo debió mascullar el taxista desde su asiento pero él no prestó ninguna atención. Siguió recordando la conversación con la joven doctora tras la cena.

–He leído varios trabajos suyos y debo reconocer que, junto con los del doctor Brown, son los que más luz están arrojando actualmente. No obstante, considero que esto no impide implementar en paralelo nuevos procedimientos que, a su vez, podrían abrir nuevas esperanzas y reducir el padecimiento de los pacientes tratados. 

 –¿No le parece a usted suficiente esperanza seguir viviendo entre dos y cinco años más a quien ya se daba por desahuciado? 

–La sordera ahoga… ¿ha oído alguna vez a Bach doctor?

–La vida ahoga joven. La vida es dura.



–Joder… lo que acaba de hacer ese tío… ¿Qué le parece? Está claro que la carretera esta llena de cabrones y locos. No se hace una idea de las ganas que tengo de dejar este puñetero oficio. ¡Pero míreles! ¡Con éstos es imposible dejarlo! –el taxista ahora sonreía señalando a una foto que tenía en el salpicadero, donde se podía ver a dos chicos de unos trece y quince años, haciendo muecas a la cámara –¡No se hace usted una idea de lo que comen éstos! Si no fuera por los chavales que aún necesitan de mi sueldo… ¡joder! ¡hasta los cojones estoy ya del taxi y de aguantar capullos todo el día!

Luego puso la radio donde un periodista daba las noticias. No tardó ni un minuto en volver a la carga.

–¡Vaya panda de ladrones que tenemos al frente! ¡Estamos dirigidos por la banda de Alí Babá! ¡Una auténtica panda de hijos de puta! Dígame: ¿Para qué trabajo yo doce horas al día y pago mis impuestos?

El doctor sentado atrás levantó la cabeza, iba a decir algo… observó el perfil del hombre. El retrovisor le hacía ver el gesto cansado del taxista, sus ojos hinchados y llenos de arrugas, debería andar cerca de los sesenta. Luego su olor también le llegaba. Ese olor desagradable le llevó a recordar a algunos pacientes en estados avanzados de enfermedad.

Observó unas manchas en un lateral de su sien. Escuchó también su respiración entrecortada sumada a una fea tos a cada rato. Coloración amarillenta en sus ojos… creyó observar también en el retrovisor. Posible tumor en el pulmón con metástasis en piel, pensó. Tenía esa rara costumbre de realizar diagnósticos rápidos, simplemente observando. Diagnósticos que, aunque pudieran finalmente no ser ciertos, le transmitían cierta seguridad y control sobre los demás. No más de seis meses de trabajo en ese taxi le auguraba…

A veces fantaseaba con la idea de descifrar, en un solo vistazo, el código genético de la vida y con ser capaz de predecir el futuro de la gente; y en cierta medida, el suyo propio creía salvaguardar llevando una vida obsesivamente sana. Lo cierto es que casi siempre acertaba con sus pacientes, pero nunca se lo comunicaba hasta que no era absolutamente necesario, nunca aprendió como hacerlo. La empatía nunca fue su virtud. Pero lo cierto es que desde la segunda consulta ya podía predecir en qué y cuando acabaría esa historia. En tu seguridad radica tu poder… le vino el recuerdo de las palabras de la joven doctora.

–¡Otra vez el mismo tema! ¡Harto estoy de oírlo! ¡Todo el puñetero día! Pues mire usted… si quieren independizarse… ¡pues que se independicen! Eso sí… ¡qué paguen todo lo que tengan que pagar! Esto lo arreglaba yo… –el taxista en su monologo seguía, ahora peleando con la radio.

Suerte que ya estaban llegando a su destino, pensó el doctor desde el asiento de atrás.

–Caballero… disculpe. Permítame que le dé un consejo. No se lo tome todo tan en serio. Relájese un poco. Intente disfrutar más de la vida, mire que esto pasa volando–. "Amigo, no debe quedarte mucho”, pensó.

Te veo en un rato” escribió en un mensaje en su teléfono, mientras sonreía, quizás imaginando ya cómo acabaría la velada con Alicia.

–Es el portal que se ve justo pasando la siguiente esquina. Ahí junto al paso de cebra puede dejarme… justo donde aquellos chavales–. Chavales que, ajenos a esta conversación, jugaban al futbol en la acera. Dos de ellos vestían camisetas de Messi y Ronaldo.

Se bajó del taxi. Cogió la maleta. Se acercó a la ventanilla del taxista y tras pagarle le miró con cara de “vaya-viaje-que-me-has-dado” 

–¡Siiiiiiiiiiiiiii! –gritó uno de los chicos tras marcar un gol, mientras hacía ostentosos gestos. El doctor giró su mirada hacia el chaval mientras comenzaba a cruzar la calle a la vez que recordaba que, de pequeño, él también quiso ser futbolista.

La sordera ahoga… ¿ha oído alguna vez a Bach doctor?”. Recordó mientras volaba por los aires. El impacto contra el suelo fue brutal. La cabeza fue lo primero que golpeó contra el asfalto. Un golpe seco que sonó y silenció por un instante la calle. El niño que gritaba dejó de celebrar. Mientras la maleta continuaba sola rodando calle abajo y un hilo de sangre, brotando de la cabeza del doctor, parecía querer ir tras de ella.

–¡Dios, qué hostia! –se oyó dentro del coche gritar al taxista. El coche que circulaba por el segundo carril, y que acababa de atropellar al doctor, logró finalmente frenar. Demasiado tarde. El conductor dejó caer de su mano el teléfono móvil, mientras su cara desencajada ahogaba el grito del que sabe que su vida, a partir de aquel instante, ya no volvería a ser la misma.

–¡Dios, qué hostia! ¡Dios, qué hostia! ¡Lo ha matao fijo! ¿Pero es que no lo has visto? –siguió gritando el taxista mientras abría la puerta del taxi para salir en ayuda de ese que yacía tirado en la carretera–. Joder, joder, joder… ¡vaya puto día que llevo!


sábado, 9 de marzo de 2019

Ojalá (Salta)

Ojalá hubieras sabido saltar a tiempo
reparar en que tú eras lo más importante
levantarte de aquella mesa
dar un portazo a todos tus miedos
y salir
que el frío de la calle
no es más que frío
y existen abrigos
y una primavera
que siempre regresa

Ojalá hubieras gritado tu nombre
convencida afirmado
sabré arreglármelas sola 
y de un golpe de mano
borrado el vaho de tu espejo
la lágrima de tu cara
la huella del rímel
que resbaló hasta tu labio
y visto lo increíblemente
hermosa que tú eras

Ojalá hubieras hecho aquel viaje
bajado de aquel coche
subido a aquel autobús
nadado hasta aquella playa
desoído aquellos consejos
mira que ya no tienes edad
¿pero con quién vas a estar mejor?
debes tener paciencia…

Ojalá todo hubiera sido de otra manera
y hubieras llegado antes hasta aquí

Ojalá

Pero hoy estás aquí
para ver que aún estás a tiempo
así que salta
esta vez no lo dudes
esta vez es tú momento
esta vez hazlo por ti


sábado, 2 de marzo de 2019

Ventanas de Malasaña

Miran a un tiempo que en este ahora se esfumó
respiran del cielo más azul
sobre este Madrid adoquinado de entreguerras
Daoíz y Velarde impasibles bajo el sol
es invierno y las terrazas siempre llenas
Los niños juegan y ríen en el parque
estrenan sus patines de Reyes
y su metralla
una chica joven pasea en la tarde
un anciano la mira
ella entretejida en su pantalla
Hay antojos imposibles de pagar
y placeres tan gratuitos como este aire
Elígeme pidió aquella tarde el espejo
este Madrid aún consigue erizarnos el verso

Hay parejas ajenas a este milagro
y maridos que aún esperan tu regreso
hay vinilos a diez euros
libros cansados
y un segundo anhelando ser primero
Hay persianas corrigiendo la luz de tarde
y una joven santiguándose en silencio
banderas colgadas que nunca acaban de secarse
recordando que no hace tanto
ni fue tan lejos

Hay apegos, heridas, sospechas
vendedores y traficantes de quimeras
anteojos que aún resuelven crucigramas
y sorpresas que aterrizan por la espalda
Hay alegría, sacarina, barbas
bolsos, patatas fritas y deseos
un buzón en el que ya nadie echa cartas
y una farola que sostuvo un letrero
Hay tristezas, ironías, esperanzas
palomas celíacas, aceitunas y secretos
abrigos, tobillos al aire y bufandas
teléfonos que pasean a personas
y abuelos sabios
que no entienden nada

Hay cortinas que de pronto se cierran
barruntando abrazos y jadeos
zapatillas blancas, botas negras
gintonics caros
bocacalles y amigos de guardia
que caen del cielo
Hay andares con prisa que no van a ningún lado
y otros pausados
que hace tiempo que llegaron
taxis libres que en tu huida no reparan
perros sueltos, toboganes
y contenedores de vidrio
rebosando voluntades

Hay de todo en esta tarde de Malasaña
de todo salvo respuestas