viernes, 9 de agosto de 2019

Ratón

En aquel bar todos se parecían a su dueño. Tal cual. Era un extraño caso de mimetismo hasta ahora nunca conocido ni, que yo sepa, reportado. Pensé por un momento en aquellos dueños que pasean a sus perros y que tantos rasgos comparten. Sobre eso sí que alguna vez había leído; al parecer existe una teoría que afirma que es nuestra tendencia natural a juntarnos con alguien que se nos parezca, para así asegurarnos cierta compatibilidad genética, lo que hace que inconscientemente también lo apliquemos a la hora de elegir a nuestro animal de compañía. ¿Pero a nuestro bar y a su patrón sería aplicable? Lo cierto es que tampoco nos detuvimos mucho más en esta aventurada, y bastante absurda hipótesis; y donde sí lo hicimos, fue en su pincho de perdigacho. Un pincho que constaba de pan, salsa alioli, tomate y anchoa. Tan sencillo como delicioso. Y en eso no éramos los únicos que así lo debíamos apreciar, pues aquel bar siempre estaba lleno y sólo llegar hasta la barra, se convertía en una auténtica yincana.

Pues era en aquella mesa del bar, donde compartíamos risas y confidencias. Esa misma mañana el dueño del hostal, que fue el mismo que nos recomendó aquella taberna, nos había estado hablando de su dueño: el Ratón. Nos habló de la intensa y novelesca vida que esos pequeños ojos tras esas gruesas lentes, atesoraban. Al parecer, uno de los dos ojos se quedó en las manos de un marinero ruso que decía ejercer también de cirujano oftalmólogo, cuando muchos años atrás y durante unos meses en altamar, intentó operarle de un mal que le afectaba a la vista. Entre risas, el hostelero nos contaba que le robó el ojo bueno y se lo cambió por uno de cristal, que era el que ahora llevaba. Luego nos habló también que pasó una temporada a la sombra, entre rejas; y que pudo salir gracias a un hombre que, al parecer ahora, se sentaba siempre en la misma esquina del bar y que bebía durante largas horas y al que el dueño nunca cobraba. Como remate final, mientras salíamos por la puerta de la casa, nos confesó que de aquel hombre nadie podía saber con certeza cuántos hijos tenía; que seguramente ni él mismo podría adivinarlo. Vaya, además de habilidoso en la cocina, debía haber sido todo un galán, comentamos.

–Manolo, ponnos tres cañas y unos perdigachos –alguien ordenó.

Nos fijamos y sonreímos. Era más que evidente su parecido.

–No puede ser…

Una niña se acercó a la barra con su hermano.

–Manolo, mi madre me pregunta si nos puedes preparar una paella para mañana a las tres.

–Mira esa niña… mira… ¡es igual, joder!

–¿Y has visto el hermano que va a su lado?

–No… por favor…

Cesó nuestra conversación cuando vimos que el dueño se acercaba finalmente a nuestro lado. Antes de hablar, nos escrutó durante unos segundos acercando sus empañadas lentes a nuestros rostros, primero al mío y después, y con el mismo detalle, al de ella; parecía como si quisiera olfatearnos. Finalmente nos preguntó:

–Hijos… ¿Qué vais a tomar?

–Dos cañas y dos pinchos de perdigacho.

–¡Marchando! –sentenció.

Cuando se fue de nuestro lado, camino de satisfacer nuestra comanda, en silencio y durante unos segundos nos miramos. Lo cierto es que en mucho nos parecíamos. Al final comprendimos que no estábamos excluidos y que el extraño caso de mimetismo, tenía una explicación mucho más científica y lógica. En aquel bar todos éramos hijos del Ratón. Ratones, al fin y al cabo. Y nuestro queso, ese exquisito y adictivo perdigacho.