domingo, 23 de junio de 2019

Alexéi

I

–Señoras y señores, sean bienvenidos a la fortaleza de San Pedro y San Pablo, uno de los primeros lugares edificados en San Petersburgo. Como ustedes sabrán, esta ciudad fue en su origen una tierra conquistada a los suecos por Pedro I el Grande, sin duda el zar más importante en la historia de Rusia y la persona responsable de su fundación en el año 1703; lugar donde trasladó la capital, que lo fue del imperio ruso, durante más de doscientos años. En los cuarenta y tres años que duró su reinado, Pedro I el Grande dio un impulso sin precedentes a este país y supuso la modernización del estado.

Los visitantes de la ciudadela tomaban fotografías y sonreían entusiasmados a las explicaciones del guía turístico. Él, casi sin tomar aliento, prosiguió:

–Durante su reinado, Pedro I implementó importantes reformas como fueron renovar el alfabeto y el calendario ruso, modernizar la manera de vestir de la nobleza y la aristocracia rusa siguiendo los patrones europeos de aquellos momentos; promoviendo el afeitado de los hombres e incluso instituyendo un impuesto sobre las barbas, con el fin de lograr que los rusos se parecieran más a los europeos occidentales –una mujer entre el público pellizcó con suavidad a su barbudo marido que atento escuchaba–. También, Pedro I el Grande, redujo el poder y la autonomía de la iglesia tradicional ortodoxa rusa lo que, como bien podrán imaginar, le hizo ganarse no pocos enemigos. Esa hermosa iglesia que ven ahora mismo delante de ustedes, es la catedral de San Pedro y San Pablo, lugar donde desde Pedro I el Grande están enterrados todos los zares incluido el último zar, Nicolás II, vilmente masacrado junto a toda su familia por los bolcheviques tras la revolución de 1917, lo que supuso el fin de la dinastía Romanov.

Tras unos minutos visitando la iglesia y dando explicaciones de cada una de las tumbas que allí se hallaban, la visita prosiguió camino de la prisión de la ciudadela; famosa por haber acogido presos de lo más célebre y donde se practicaban los más severos castigos. El guía proseguía con su explicación.

–En este lugar, que es el bastión de Trubetskói, quiero contarles la triste historia de Alexéi, que fue el hijo de Pedro I el Grande; fruto de su matrimonio con su primera esposa, de nombre Eudoxia. Aquí Pedro I hizo encerrar a su hijo. Al parecer el zar, viendo que Alexéi no acababa de estar preparado para ser su sucesor y que además era bastante díscolo, decidió reprenderlo. Para ello lo mandó encerrar en esta cárcel a fin de que reflexionara. Cuentan que el hijo era un reo bastante indisciplinado y molesto, y los guardias un día quisieron darle una lección. Tan severo fue el correctivo, que Alexéi acabó muriendo. Los guardias desconocían que fuera el hijo del zar. Imagínense cuando su padre se enteró. El disgusto que un padre puede tener al ver que su maniobra por intentar enderezar a su hijo, acabó con la vida de su único vástago varón. Terrible para un padre. ¿No les parece?

El público que asistía a la explicación murmuraba y comentaba sobre el fatídico hecho que les acababan de relatar. Algunos padres que estaban presentes opinaban sobre lo duro que tendría que ser para un padre, y sin haberlo querido, haber desencadenado tan horrible tragedia.

–Hay que tener mucho cuidado y ver la mejor manera de reprender a un hijo. La violencia nunca es el camino –una mujer apuntó.

–Eran otros tiempos –alguien quiso corregir–. Le aseguro señora que mi padre también fue de mano suelta. ¡Así de recto salí yo!

–Tuvo que ser terrible para su padre conocer la noticia –un tercero apuntó.

De repente un estruendoso ruido, acompañado de un temblor bajo sus pies, acabó por acallar el debate. Los presentes quedaron congelados. Un hombre gritó y un niño en un carrito comenzó a llorar. Luego todo se detuvo, el silencio se hizo. Los pájaros tras varios segundos volvieron a posarse en los árboles con la firme intención de volver a cantar.

–¿Qué ha sido eso? –alguien preguntó.

Antes de que el guía atinara a responder que no sabía, se oyó un sonido de arrastre de cadenas tras ellos. Un hombre semidesnudo, cubierto de harapos y que caminaba agachado, casi rozando el suelo, se acercó lento. Traía la cara y la espalda llena de cortes y desgarros. Aproximándose y encarándose al guía, comenzó a hablar.

–Soy Alexéi Petróvich Románov, hijo de Eudoxia Fiódorovna y de Pedro I Alekséievich, quien murió el 26 de junio de 1718 tras ser torturado hasta la muerte en una celda de esta fortaleza de San Pedro y San Pablo. Llevo trescientos años intentando descansar en calma, pero es imposible oyendo a cada rato todo tipo de patrañas y falsas especulaciones. ¿Cómo podéis afirmar que mi muerte fue fruto de un desgraciado error? ¿Cómo podéis decir que mi padre no sabía nada cuando él mismo me había condenado a morir aquí? Fue una condena injusta dirigida directamente por él. Y fue él mismo, quien me juzgó y me mandó torturar hasta conseguir que declarase lo que quería escuchar. Me mandó encerrar en este lugar en espera de su juicio y sentencia final. Pero antes de que llegara esa sentencia, sufrí varios días el castigo del knut. Varias sesiones de terribles latigazos, que aún hoy en mi espalda duelen y que me desollaron e hicieron que, en pocos días, un solo soplo de aire pudiera llevarme hasta la muerte. Pero aún quiso él adelantarse a ese soplo y con sus propias manos, en ausencia de sus soldados, terminó por asesinarme. No deseo a nadie un final así. Sólo pido que contéis los hechos tal y como acontecieron. Pedro I es el único y verdadero responsable de mi tragedia. Maldita sea, dejad de dulcificar esta historia y contad la verdad.

–¡No hagan caso a ese charlatán! –una voz atronó tras él.

No lo van a creer, pero el mismísimo Pedro I el Grande, con sus más de dos metros de altura y hegemónico porte, apareció en escena.

–¡No le hagan caso! ¡Fue un traidor al estado! Huyó como un cobarde a Austria y se puso bajo el amparo de su rey. Él, junto con su madre, planeaban derrocarme y acabar con el nacimiento de nuestro imperio. Créanme que él nunca quiso a esta ciudad. Él sólo pensaba en Moscú y siempre escondido bajo el poder de su iglesia y sus viejas tradiciones que nos impedían avanzar. Si por él fuera esta ciudad nunca habría existido y aún hoy seguiría bajo el poder del rey de Suecia. Estaba claro que yo no podía permitirlo.

–¡No es verdad eso que contáis! ¡Vos me amargasteis la existencia desde mi nacimiento! –mirando ahora hacia el público que atónito observaba la escena prosiguió–. Él me separó de mi madre cuando yo sólo tenía ocho años. Él recluyó a mi pobre madre en un convento para así casarse con otra mujer –momento en que creó un silencio y volvió su mirada cargada de odio hacia su padre–. Vos me dejasteis siendo un niño a cargo de ese bastardo de Ménshikov quien lejos de enseñarme nada, abusó de mí y sólo sirvió su compañía para convertirme en un alcohólico y sumirme en la desesperación.

–¿Acaso creéis que erais persona adecuada para recibir y gestionar el legado de vuestro padre? Decidme ¿qué habría sido de este lugar si acaso lo hubieseis algún día heredado? ¿Qué diablos habría sido de San Petersburgo?

–¡Pero yo renuncié! Renuncié al trono y simplemente os pedí poder vivir retirado con Afrosina. Me prometisteis que así sería si yo renunciaba. Para eso enviasteis a aquellos agentes hasta Nápoles a buscarme y tratar con vuestra carta de convencerme. ¡Y yo os creí!

–¡Ah, esa bastarda de Afrosina! Yo os casé con una mujer europea, moderna y hermosa, que nunca supisteis cuidar. Pasabais más tiempo de juerga y ebrio que atendiéndola. No me extraña que acabara muriendo. ¡De pena tuvo que ser!

–¡Ella murió al dar a luz a nuestro hijo, quien además fue vuestro nieto y futuro heredero!.

–¡Poco tiempo tardasteis en huir con esa Afrosina!

–¡Yo la amaba! Yo quería a esa mujer. Era la persona que yo elegí. Vos también abandonasteis a mi madre. Yo nunca elegí casarme con quien me obligasteis, que ni siquiera era rusa ni me gustaba. ¡Yo renuncié al trono! Sólo quería vivir con la persona que amaba, pero vos decidisteis acabar con mi vida. ¿Era acaso esa, razón para sentenciarme a muerte? ¿Por qué fue necesario un final así?

El público parecía entusiasmado ante aquellos pormenores familiares. Los más sucios trapos, como en tantas ocasiones, parecen ser los que más interés entre el respetable despiertan. Pedro I prosiguió:

–Era necesario. Me habíais traicionado y volveríais a hacerlo. Y había muchos que me odiaban y hubieran hecho lo posible por conspirar en mi contra como así ya lo hicisteis. Pronto acabarían aliándose con vos para acabar conmigo y haceros zar junto a vuestra madre. ¡Estoy seguro que existía ese plan! Nunca hubiéramos construido San Petersburgo de ser así. Maldito seáis. ¿Por qué creéis que viene toda esta gente año tras año hasta aquí? ¡Decidme! ¿Por qué creéis que lo hacen? Lo hacen porque levanté el mayor imperio jamás erigido. Lo hacen porque hice construir la ciudad más bella que nadie pudo imaginar. ¿Sabéis cuántas miles de personas murieron durante la construcción de esta cuidad? ¡Miles… decenas… cientos de miles! Cada pilar, cada cimiento alzado sobre esta ciénaga está sostenido por los huesos de alguien que trabajó por levantarlo. Vuestra muerte era un mal necesario. No podíais seguir con vida. Nunca hubiéramos avanzado.

Su atronador discurso cesó por un momento. Ni los pájaros parecían ahora capaces de desafiar ese silencio tras la tormenta. Giró su desafiante mirada hacia el público allí congregado.

–¿Qué opinan ustedes que tan atónitos miran? Les gusta este lugar, ¿verdad? Ya lo veo en sus caras, en sus comentarios, en todo… ¿creen ustedes que esto existiría si alguien como él hubiera estado al frente? ¿Acaso pueden creerlo? Ninguno de ustedes estarían hoy aquí admirando la que fue la más hermosa capital de cualquier imperio.

Todo el grupo miraba atónito, mientras al unísono y como si estuvieran hipnotizados, giraban sus cabezas y asentían dando la razón al zar. El silencio era tremendo. Parecía que nadie respiraba. Sólo una mujer parecía sostener la mirada al zar. Y del zar girarla hacia su hijo. Era la única que parecía no sucumbir ante la energía de Pedro I.

–Ustedes saben que mi decisión no pudo nunca ser fácil. Pero había un imperio que salvar –aquí el tono se volvió algo más tranquilo, lánguido, quizás fruto del cansancio–. Este país sufrió mucho para llegar hasta aquí; en la época de turbulencias con los suecos invadiéndolo, luego los tártaros y los otomanos. Todos querían hacerse con él. Y luego el riesgo interno de revuelta con los streltzí y la vieja Rusia detrás. No les gustaba que mirásemos a Europa, que les cortasen la barba, modernizásemos sus ropas, sus ritos, todo. Y vos queríais seguir mirando hacia oriente y mantener el poder de su vieja iglesia; igual que vuestra madre. Estoy seguro que confabulabais con un imperio dirigido por ambos. Hubiera sido la más absoluta ruina. No podía permitirlo bajo ningún concepto… Aun así lloré el día de tu entierro... hijo.

–¡Falso! ¡Con vuestras propias manos me matasteis!

–Era mi responsabilidad como zar. Lo dije y lo diré siempre: era necesario. Creedme que siempre descansé en paz y ahora debo seguir haciéndolo. Disfruten de esta ciudad. Adiós.

Todos seguían en silencio, estupefactos, viendo cómo el zar, emperador ya por aquel entonces, giraba sobre sus pasos y se alejaba de la escena caminando; mientras un grupo grande, como peregrinos hipnotizados, lo hacían tras él.

Alexéi seguía en el mismo lugar. ya sin fuerzas. De nuevo humillado y derrotado. Miraba a las caras de los pocos que allí seguían congregados. Todos parecían secundar la condena. Todos rendidos a la gloria de su padre. Por un momento pensó que nunca debió haberse levantado de donde estaba. Pero veía los ojos de aquella mujer que le seguían mirando. Los únicos que atisbaban algo de empatía hacia él, de rechazo a la invectiva de su padre y, en definitiva, a su condena.

La mujer que atenta desde hacía rato le miraba, al fin habló:

–Nosotros creemos en ti. Es muy injusto lo que hizo tu padre. Yo conocía esta historia. He leído y estudiado mucho sobre ello en los últimos años. Tú nunca recibiste un juicio justo. Tu padre no actuó bien, Alexéi.

La mujer se giró y observó a su pareja y al resto de sus amigos.

–Es increíble todo esto que está ocurriendo. Estamos ante un hecho realmente extraordinario. No sé cómo diablos ha sucedido, pero por primera vez podemos cambiar el curso de una historia, deshacer una injusticia que siempre entendimos irreparable; una más de tantísimas que a lo largo del tiempo se han producido. Tal vez sea una locura, pero creo que si me ayudáis, esta injusticia podemos revertirla.  


II

El zar contemplaba San Petersburgo subido a la muralla de la fortaleza. Miraba hacia el horizonte, pensativo. Parecía emocionado. Podía ver el Palacio de invierno que él mismo mandaría construir, los puentes sobre el río Nevá y todos sus paseos aledaños llenos de edificios donde, cuando él llegó y arrebató a los suecos ese lugar, todo no era más que un gélido páramo ocupado por una ciénaga pantanosa, cultivo de alimañas y enfermedades; inhóspito lugar azotado por los vientos helados del mar Báltico y habitado por unos pocos hombres que se alimentaban de lobos.

Recordó también el momento en que, exhausto tras la dura batalla que duró días, clavó sus manos en la tierra y esparciendo el terrón que acaba de arrancar, rugió que allí habría una ciudad. Loco visionario al que todos admiraban y que él mismo nuevamente demostraría de lo que era capaz. Ese lugar sería la ventana de Rusia hacia occidente. Estaba decidido a abandonar Moscú, a quien desde niño odiaba, pues sabía que planeaban asesinarlo; quería romper con esa ciudad, sus viejas costumbres y sus continuas conspiraciones. Mucho hubo que trabajar para habitar aquel lugar, ganarle el pulso a la oscura ciénaga y a tantas mentes indolentes. Había que elevar ese terreno para doblegar a ese río que se desbordaba todos los otoños. Para ello tuvieron que transportar toneladas de tierra de las islas vecinas, que los trabajadores portaban en sacos sobre sus hombros. Mucha gente murió para levantar San Petersburgo.

–Es muy hermosa esta ciudad… debe de estar muy orgulloso por todo lo que hizo–. El zar se giró y contempló a la mujer que hacía rato, y desde primera línea, su discurso escuchaba.

–No os hacéis una idea. No hubo un día, ni dentro del día un minuto en que mi cabeza existiera otra cosa que levantar esta ciudad. Poca gente creía que fuéramos capaces. No osaban decírmelo, imagino que temiendo su suerte, pero yo lo veía en los ojos de muchos nobles. Aun así, contribuyeron con su dinero y con todos sus siervos. Miles trabajaron aquí. No eran fáciles las condiciones. Algunos morían pronto y otros lo hacían algo más tarde; pero todos vamos a morir algún día y, al menos, aquellos infelices podrán decir que, con su esfuerzo, a tan noble fin contribuyeron.

–Aún no visité esta fortaleza. Sería un honor si usted tuviera tiempo para mostrarme su creación, aunque no quisiera molestarle… –sugirió la mujer.

–Permitidme. Vos sois europea, como esas ciudades que visité y a esas mujeres que tantas veces admiré. Fue en sus ciudades donde me inspiré y dibujé este sueño. Dejadme que os muestre.

Y fue así como comenzó aquel paseo por la ciudadela. Pedro I enseñando el lugar a la mujer que tanto sobre él había estudiado. Nunca imaginó ella que algún día tendría la suerte de confrontar con uno de sus protagonistas, todos los datos históricos que abordó en su trabajo de tesis, e imaginamos que tampoco nunca se imaginó él conversando con una mujer que, sin nunca haberse visto, tanto de su vida conocía y también de lo que tras ella acontecería. Caminaron durante toda la tarde, deteniéndose a cada rato y a cada paso. Si todo es presente, no hay prisa que en él se revele, debió pensar el zar. No sabemos lo que pensaría la mujer. Estaba claro que aunque sus edades podrían ser casi la misma, sus momentos eran muy diferentes; aunque, cuando la conversación es tan interesante, el tiempo desaparece.

A la catedral el zar prefirió que no entrasen. Ella lo comprendió y le pidió que continuaran a otros lugares, pues entendía que él no quisiera entrar al lugar del que hacía poco tiempo debía haber salido.

Sobre lo que ella estaría pensando durante el paseo no podemos aventurar nada. Pero sí pudimos observar su mirada mientras él hablaba. Parecía seducida por la conversación del zar. Si bien mucho había discrepado de sus métodos, así como de la suerte que le hizo correr a su vástago Alexéi; lo cierto es que la admiración que hacia él sentía parecía difuminarlo todo. Ella en su mismo cuerpo sentía la intensidad y energía que aquel hombre desprendía y que la herrumbre de los años nunca supieron sofocar. ¿Qué haríamos cada uno de nosotros si la vida nos diera la oportunidad de poder pasear y charlar con ese personaje histórico que admiramos? Ese mismo al que tantas veces hemos leído o estudiado. ¿Realmente llegaríamos a reprocharle su parte más oscura cuando tanta fue la luz que crearon?

Estaba casi anocheciendo y caminando llegaron hasta el bastión de Trubetskói. El zar cada vez se mostraba más amable y seductor con la mujer. No olvidemos que Pedro I el Grande era conocido por sus dos pasiones: las mujeres y el alcohol. A ninguna de ellas quiso nunca renunciar y eso siempre lo supieron bien cada una de las mujeres que compartieron su vida con él. Especialmente Catalina I, su segunda mujer, que sabiendo imposible cambiar esa faceta del zar, decidió participar también de sus excesos y su continua celebración.

Entraron dentro del bastión y pasearon por sus pasillos. La luz de tarde era cada vez más baja y la penumbra empezaba a envolver el lugar. A ninguno de los dos parecía incomodarle, sólo regularon el tono de su voz para que fuera más acorde a la intensidad de la luz.

Ahora era ella quien más hablaba y le relataba lo que había leído sobre aquel lugar que databa de 1872 y que se convirtió en el principal destino de los prisioneros políticos en los últimos años de la etapa zarista. Anarquistas como Pyotr Kropotkin o Alexander Ulianov, que fue hermano mayor de Lenin, acusado de participar en la organización del atentado contra el zar Alejandro III; políticos como Trotski, escritores como Gorki y muchas otras figuras prominentes del pensamiento de izquierdas. Ella prefirió, por sensibilidad hacia él, no explicarle que durante unos cuantos años esa ciudad se llamaría Leningrado; al fin y al cabo, ya había recuperado el nombre que él mismo le puso. El zar la observaba atentamente y no sabemos si estaba perdido por tanto no vivido, o bien, estaba ensimismado en lo que ansiaba descubrir. Y así lo pudimos percibir cuando dio un paso hacia ella, intuimos con qué intención, y ella; que lo debió notar, sutil lo dio hacia atrás. Entonces ella sonrió, mirándole a los ojos. “Espera, voy a ver si hay alguien fuera” con un guiño y un gesto de complicidad, pareció quererle decir. Fue hasta la puerta y se asomó al pasillo mientras con su mano acariciaba y comprobaba el cierre metálico de la puerta. Entonces ella se giró y miró fijamente al zar. Su gesto nada tenía que ver con el que dibujaba su cara breves instantes antes.

–Querido zar… ¿Ha pensado alguna vez lo que tuvo que sentir su hijo Alexéi aquí encerrado esperando su injusta sentencia?

Antes de que el zar pudiera abrir la boca, ella se giró. Salió por la puerta que rápidamente bloqueó con el cerrojo que segundos antes acababa de comprobar.

La atronadora voz del zar tras ella maldecía y gritaba.

III

Cayó la noche en la ciudadela y la luz de la luna llena iluminaba el cielo de mayo en San Petersburgo. Los que allí en la fortaleza quedaban decidieron celebrar, pues importantes motivos había para hacerlo. Alexéi, junto a ellos, mostraba su rostro emocionado por el giro de su historia. Sus ojos albergaban un brillo que quizás nunca antes mostraron.

–Gracias… gracias –como un mantra una y otra vez repetía.

–¡Aquí falta alcohol! –el más animado gritó. Y así fue cómo decidieron asaltar el bar del recinto. No había nadie y, ya estando dentro, no les resultó tan complicado llegar hasta el lugar donde la cerveza y el vodka se custodiaban.

Con unos armazones de madera que encontraron, decidieron hacer una gran hoguera y hasta una balalaica para amenizar apareció, tomada al parecer prestada de algún lugar del recinto.

Era una locura. Nadie gastó un segundo en pensar en lo que habían hecho, en lo que acababa de acontecer. Y bailaron. Bailaron sin cesar hasta caer borrachos y rendidos. Alexéi sentado en el suelo junto a ellos observaba y sonreía preso de un éxtasis que nunca en su día debió conocer. Después y poco a poco, según se agotaba el alcohol y transcurría la noche, fueron quedando dormidos junto a los últimos rescoldos de la hoguera. Justo cuando ya la luz de la madrugada asomaba por el horizonte, uno de ellos, quizás el más insomne o prudente, tomó la iniciativa de caminar hasta el muro de la fortaleza. Subió la escalera que le llevaba al mirador desde el que tan bella la ciudad, no muchas horas antes, Pedro I contemplaba.

Junto a las humeantes cenizas, rescoldos de la noche de jarana, los que allí dormitaban oyeron un grito que les hizo saltar como un resorte.

–¿Qué ocurre? –gritó la mujer. Mientras que a toda prisa corría hacía la muralla. Una vez arriba se acercó al amigo que, preso del pánico, no atinaba a articular palabra y sólo a señalar, con la mano temblorosa, el horizonte al otro lado del río Nevá.

No había nada.

Mejor dicho. Sí había. Una ciénaga pantanosa perfilada por matorrales donde un grupo de aves celebraba la llegada del día. No había Palacio de Invierno, ni la catedral de San Isaac con su impresionante cúpula, ni el puente basculante sobre el río Nevá. No había nada de la ciudad que hasta ayer mismo todos admiraban.

Había desaparecido todo.

Sólo había una carretera por la que se veía transitar las luces de algún coche en la madrugada, un puñado de casas agrupadas y un humo a lo lejos, saliendo de la chimenea de lo que sería una fábrica. 

–No puede ser… qué diablos ha ocurrido –murmuraba el que dio la voz de alarma tras ser capaz de volver a hablar. Ahora era la mujer que, junto a él paralizada, callaba.

Los compañeros se iban sumando al clamor de disgusto: ¡Todo ha desaparecido! ¡No hay nada! ¿Dónde está el Hermitage? ¿Dónde la catedral de Kazan? ¿Dónde está la Torre del Almirantazgo con su aguja dorada?

–¡Las fotos! –otro gritó–. ¡Mirad las fotos! –y sus manos temblorosas mostraban su teléfono móvil donde se podía ver la galería de fotos de los días anteriores. Mismas personas; mismas poses y sonrisas de felicidad, pero los paisajes y lugares eran otros. Tras ellos ya no estaba el Palacio Peterhof o el de Catalina la Grande o tantos lugares hasta ese momento visitados. Detrás de ellos no había nada más que arbustos, una granja abandonada o un camino lleno de barro tras la tormenta.

–¿Os dais cuenta de lo que hemos hecho? –el hombre continuó–. ¡Hemos cambiado el curso de la historia! Ahora mismo no podemos saber qué pudo ocurrir tras el nuevo escenario que hemos podido crear. Si Alexéi no fue asesinado finalmente por su padre, todo pudo cambiar. Y viendo el horizonte a nuestra espalda, ya vemos que todo ha cambiado. ¿Qué diablos hemos hecho?

–¡Hemos reparado una gran injusticia! –gritó la mujer señalando hacia debajo de la muralla donde se encontraba Alexéi con el resto de los compañeros.

–¿Qué injusticia hemos reparado? ¿Y cuántas más habremos podido crear? –un viejo que hasta ese momento compartía con el grupo comenzó a disertar–. ¿Cuántos ejemplos podemos encontrar a lo largo de nuestra historia en los que se depusieron tiranos que dieron lugar a otros peores? ¿Qué locura hemos creado? Hemos venido como turistas a un país y no podemos asegurar ahora mismo, ni el nombre del lugar en el que estamos, ni tan siquiera el país al que pertenece.

La mujer miraba desde el borde de la fortaleza a Alexéi que abajo, recostado junto a los restos de lo que fue la hoguera con la que se iluminaron y celebraron, parecía tranquilo dormitar. Lo imaginó en un sueño reparador, tras una larga pesadilla que para él había esa noche concluido. Pero el pensamiento de la mujer rápidamente giró hacia lo que acababa de apuntar el viejo. Sintió que su vello se erizaba mientras sacaba del bolso su pasaporte. Quedó definitivamente sin palabras mientras contemplaba cada una de sus hojas.

El resto de compañeros, al verla, hicieron lo mismo.

–Tenemos un grave problema –alguien sentenció. Otros sólo atinaban a gritar mientras revisaban sus pasaportes.

–¿No observáis que también falta gente? –el más viejo, con la calma que dan los años, pero también con la frialdad que a ratos otorga la inapelable razón, volvió de nuevo a la carga–. Recuerdo el matrimonio de polacos que estaban junto a nosotros antes… y a otra pareja de… alemanes, creo que eran… y aquel chico portugués. ¿Os estáis dando realmente cuenta de cómo alterar lo más mínimo una historia que mucho tiempo atrás sucedió, tiene consecuencia en todo y en todos? ¿No entendéis que cada uno de nosotros no es más que el resultado de los aciertos, errores y también horrores de este mundo? Que tú un día naciste porque quizás tu abuelo logró salir con vida de un campo de concentración, o porque tu tatarabuelo disparó antes que su enemigo en aquel campo de batalla. Somos fruto de los supervivientes de un mundo que todos sabemos injusto; pero si tratamos de alterar el pasado, no podremos tampoco con ello garantizar, ni un mundo mejor, ni tan siquiera que nosotros estemos en él para contemplarlo.

Nadie habló tras las palabras del viejo. Todos quedaron en silencio, como si se tratara de un velatorio, quien sabe si del suyo propio. Al rato volvieron a hablar, a debatir sobre la nueva situación. Llamaron a sus compañeros de abajo para que subieran. Con un gesto les dijeron que no despertaran a Alexéi. Mientras el sol iba tomando altura sobre el cielo de San Petersburgo o de, sabe Dios, qué lugar. Minutos después, en fila, bajaron la escalera de la muralla camino al lugar donde Alexéi dormido en paz aguardaba.

Le despertaron de su sueño.

–Alexéi, ¿Puedes venir un momento?

IV

Señoras y señores en unos momentos vamos a aterrizar en el aeropuerto Adolfo Suárez de Madrid Barajas. No olviden abrochar sus cinturones de seguridad, colocar en posición vertical los respaldos de sus asientos, comprobar que su mesita está plegada y la persiana de su ventanilla subida. En Madrid hace una preciosa tarde soleada y la temperatura es de 25ºC... 

–Está claro que nunca podremos olvidar este viaje –el hombre susurró al oído de la mujer mientras la abrazaba desde su asiento del avión.

La mujer no dijo nada, pero sí giró su cabeza y le besó. En su mano sujetaba su teléfono móvil donde, una a una, repasaba las fotos del viaje. Allí estaban, sonrientes y felices. Detrás de ellos se podía ver el Palacio de Inverno, la Iglesia del Salvador sobre la Sangre Derramada con sus cinco cúpulas bulbosas, la Casa de los Libros de la avenida Nevski… Cuando llegó a la foto de la escultura ecuestre de Pedro I el Grande sobre la enorme roca de granito frente al Nevá, la mujer se detuvo unos segundos, observando la imagen mientras, de manera inconsciente con su dedo índice, parecía acariciarla.

–Tienes razón cariño. Nunca podremos olvidar este viaje.

Nikolai Gue. “Pedro I interroga a su hijo el zarevich Alexei en Peterhof”