sábado, 28 de septiembre de 2019

420

Al llegar a la puerta del hospital notó que le temblaban las piernas. Odiaba esos lugares, había comentado antes de salir de casa a su mujer que, desde la cama, le dijo: “ya lo sé, pero debes ir… además quieres hacerlo."

Preguntó a la entrada, en el punto de información, por la habitación 420 y caminó hacia el ascensor. Una vez dentro comenzó a recordar la visita de aquella mujer, hacía un par de días, habían pasado tantos años…

–Yo tampoco tenía noticias de él desde hacía mucho. Me costó reconocerle. Imagino que a ti también te costará. Creí que sería bueno que lo supieras y por eso intenté, por todos los medios, localizarte.

Pulsó el botón que le llevaría a la cuarta planta. Su arrugado reflejo en el espejo del ascensor, le llevo a recordar viejas anécdotas compartidas. Fueron muchos momentos. Muchas risas y emociones. Años grandes. Años bellos. Quizás los mejores y posiblemente ellos no lo sabían. Tal vez uno nunca sabe cuándo está viviendo su mejor momento, aunque a veces lo intuye, pero el vértigo hace que prefiera no verlo.

Detuvo su pensamiento cuando se abrió la puerta del ascensor. Salió y tras consultar el letrero que aparecía enfrente, giró hacia la izquierda y tras unos cuantos pasos llegó a la puerta de la habitación. Respiró hondo. El corazón parecía que quería arrojarse fuera de su pecho. Llamó a la puerta y tras no recibir respuesta, lentamente entró. No había nadie acompañándole en aquella habitación y debía ser lo habitual, pensó, a raíz del gesto de sorpresa de la auxiliar cuando, desde su mesa, le vio acercándose a su puerta.

Una vez dentro, al verlo, le resultó difícil reconocerlo. Habían pasado tantos años… ¿cuántos? Muchos… demasiados… se acercó y le llamó por su nombre.

–¿Qué tal estás? He venido a verte –le dijo–. Ya sé que quizás sea un poco tarde. Quizás tenga poco sentido esto ya… pero lo cierto es que he sentido durante todo este tiempo que te debía una explicación.

Le habló largo rato.

El otro desde la cama lo miraba. La emoción parecía alumbrar en sus ojos. Se le veía muy débil y no podía hablar. Esto sí que le resultó extraño al viejo amigo que, en un ejercicio de ánimo, recordó lo mucho que hablaba en aquellos días. ¡No callarás! Más de una vez le había dicho entre risas. Al final se despidió de él. Se emocionó. Se emocionaron. Cuando se dirigía hacia la puerta, notó que el otro intentaba moverse hacia él desde la cama. Intentaba decirle algo.

–Gra…ci…as.

Tras oír esta palabra no quiso detenerse más. Sentía que la emoción le acabaría desbordando. Una vez en el pasillo cerró con cuidado la puerta y luego se apoyó por un momento contra a la pared. Respiró hondo. Le hizo volver al presente el revuelo de enfermeras en la habitación de al lado.

–¡Hay que localizar a la familia! Por favor Yolanda, llama a la familia de –y en ese momento oyó el nombre de su amigo–. Diles que vengan urgentemente.

Por un momento no entendió nada.

Luego giró rápido su cabeza al cartel que había junto a la puerta de la habitación de la que provenía el revuelo: 420. Instantáneamente miró a la puerta de la habitación de la que acababa de salir: 419.

¡No!... ¡No, mierda no! –se dijo–. Y justo en ese momento recordó varias anécdotas y risas que tantas veces habían compartido a cuenta de sus despistes.

¡No… joder no! –siguió lamentándose mientras veía el revuelo de enfermeros y auxiliares en el pasillo.

Detrás de él, la misma puerta que hacía un rato había cerrado, se comenzó a abrir lentamente. Se giró y vio una mano temblorosa que asomaba bajo la tela de un gastado pijama de hospital. Ahora que lo tenía delante vio que era mucho más bajo que él y supo que no era el que un día fue su amigo. Aun así, lo miró a los ojos y vio una emoción y una luz que nunca podría haber imaginado en aquel rostro, casi inerte, que hacía un rato había contemplado. Y la boca volvió a hablar, pero esta vez con más aire, con más firmeza:

–Gracias Paco por venir…

Él no era Paco, pero sintió que no procedía corregirle.

Una enfermera desde el pasillo no pudo disimular su sorpresa y gritó:

–Andrés… pero qué haces ahí. ¿Cómo te has levantado? No me lo puedo creer –incrédula se dirigió al otro hombre que no sabía cómo explicar que nada tenía que ver con él–. Llevaba semanas en esa cama, nadie venía a visitarle y a nadie logramos nunca localizar… no podía andar. Llevo 20 años de enfermera en este hospital y le juro que es lo más increíble que he visto ¡Usted ha sido el único que ha pasado por aquí! Pero está claro que era la persona que éste hombre debía llevar mucho tiempo esperando. ¡Su visita le ha devuelto a la vida!

El amigo se quedó mirando a los ojos de aquella enfermera. No supo que decir. Asintió con la cabeza, aprobando así sus palabras. Se giró hacía su derecha. Sacó su vieja boina bajo el abrigo y la caló en su cabeza para luego caminar por el pasillo hacia el ascensor que al otro lado le devolvería. Gracias… creyó por última vez oír, esta vez no supo bien si tras él o era la voz que desde hacía rato se repetía una y otra vez dentro de su cabeza. Entonces sonrió, tal vez comprendiendo la suerte de ciertos azares.



sábado, 14 de septiembre de 2019

Sueño eurótico

Aquel fin de semana se había quedado sola en casa y no recordaba la última vez que así había ocurrido. Desde que se mudaron allí, nunca había pasado una noche sola en aquel piso, pensó. Si no su marido, alguno de sus hijos siempre la acompañaban. Se sintió rara y a la vez entusiasmada con la idea de esa ventana de tiempo que se abría ante ella. Una oportunidad a la que, ni mucho menos, iba a renunciar.

Decidió que no iba a cocinar y que se iba a dar alguno de esos placeres prohibidos en su dieta. Para comenzar abrió una botella de vino tinto que guardaba para las ocasiones y aquella lo era. “Pizza… hoy cenaré pizza hawaiana, con su piña incluida: esa gran incomprendida”, decidió mientras ponía la música a ese volumen al que a ella le gustaba escuchar. Zapatos fuera, se dejó caer en el sofá y ojeó las páginas de un libro a la vez que, con el teléfono móvil, encargaba su pizza.

Al rato llamaron a la puerta. Fue a abrir. Era el repartidor.

“Joder… ¿de qué calendario te sacaron hijo?” pensó mientras, sonriendo, lo miraba a los ojos y asentía al oír su nombre en boca de él.

–Pasa, no te quedes en la puerta, dime cuánto es.

Fue a la habitación a buscar su cartera. “¿Dónde dejé la cartera? ¡ah, sí! en el otro bolso”. Cuando al fin encontró la cartera, la agarró y se giró camino de la puerta de la habitación y ¡oh cielos! allí estaba, en la misma puerta de su habitación. “¿Quién le había dicho que entrara hasta allí?” ella le recriminó con la mirada. Él sonrió y la miró fijamente a los ojos.

–Tengo algo para ti.

Ella quedó sin palabras. Presa de una extraña premoción. Por un momento se sintió niña frente aquel tipo sensiblemente más joven y más alto que ella. Observó sus brazos fuertes y sólidos como ramas que salen de un tronco de un árbol… “prohibido”, se dijo ella.

Luego lo miró de nuevo. Era realmente guapo.

–¿Dónde está eso que me traes?

Él tenía las dos manos ocupadas con la caja que traía y que debía contener la pizza.

–Mira bajo la caja.

Ella observó un bulto en su cintura.

–Cógelo. Es para ti.

Ella dudo un instante y al final, algo temblorosa y excitada, metió su mano dentro y, según pudo sentirlo, una emoción se dibujó en sus labios.

–No puede ser… –dijo mientras lo sacaba y acariciaba entre sus dedos–. Es perfecto… –susurró mientras lo acercaba a su boca.

–Hoy en día no es fácil encontrar cacharros como éste –dijo él y sonrió.

Era un Shure SM58, el mítico micrófono cardioide con más de 50 años formando parte de los estudios y de los escenarios más míticos.

–The Who, Iggy Pop, Sheryl Crow, Patti Smith… –murmuró ella mientras lo observaba.

–Tengo algo más.

Abrió la funda que llevaba entre las manos y enchufó un cable a la luz. En lugar de la pizza apareció un tocadiscos que casi al momento comenzó a girar y sonar. Imposible no reconocer aquella sintonía: “Waterloo”. Abba, ganadora de Eurovisión en 1974. Para muchos fans como ella, la mejor actuación de la historia del certamen. Según sonaron los compases iniciales, ella saltó sobre la cama micrófono en mano y comenzó a cantar:

My my 
at Waterloo Napoleon did surrender 
Oh yeah 
and I have met my destiny in quite a similar way 
the history book on the shelf 
is always repeating itself 

Justo al llegar al estribillo aparecieron por la puerta de la habitación nada menos que Agnetha, Björn, Benny y Anni-Frid. ABBA al completo estaba allí. El techo se abrió y los focos de luz iluminaron la habitación mientras la pared del frente dejaba de existir para llenarse de un enfervorizado público que coreaba con ellos el estribillo:

Waterloo I was defeated, you won the war 
Waterloo promise to love you for ever more 
Waterloo couldn't escape if I wanted to 
Waterloo knowing my fate is to be with you 
Waterloo finally facing my Waterloo… 

Al terminar la canción todos se abrazaron. El clamor era ensordecedor. Ellos sabían que iban a ganar el festival y así fue tras las votaciones del jurado. El trofeo, como ella había soñado, fue una suculenta pizza hawaiana que, ahora sí, el pizzero acercó hacia ella que emocionada reía y saludaba a su público. La noche no podía ser más perfecta: Abba, pizza hawaiana y eurovisión. Su sueño más eurótico acababa de cumplirse justo en aquel momento.