viernes, 23 de abril de 2021

Aldrin

Cuando el piloto Buzz Aldrin puso los pies sobre la escalerilla del Eagle, notó que un hormigueo recorría sus piernas y que su espalda estaba agarrotada por el frío en el reducido módulo lunar. Su corazón latía a mil por hora, pero eso no le hizo perder la compostura, al fin y al cabo, era militar y estaba preparado para esa presión; aunque lo cierto es que, en los minutos previos al alunizaje, donde accidentalmente se desviaron de la órbita programada mientras se agotaba el combustible, creyó estar cerca del peor de los finales. La molestia en sus piernas se fue calmando una vez que posó sus pies sobre aquel suelo gris, pulverulento, que le recordó a la mina de carbón que de niño visitó con su abuelo. Dio un primer paso con precaución, pero sin miedo, puesto que su compañero ya lo había hecho antes sin quedar atrapado o desaparecer bajo el polvo lunar. Luego otro paso más y en cada uno de ellos sus pies se hundían ligeramente en el suelo y así iban quedando sus huellas marcadas sobre la superficie. Eran los primeros pasos del hombre en la luna.

Le incomodaba sentir la orina empapando sus piernas. Se le había roto la bolsa al bajar la escalerilla, pero poco podía hacer en ese momento salvo continuar con el programa establecido. Poco más de dos horas tenían para completarlo. A su alrededor todo era una imagen en blanco y negro, la gama entera de grises esparcidos en ese paisaje inhóspito e inhabitado, una “magnífica desolación” describiría al finalizar la misión. Le hubiera gustado agacharse para tocar el suelo, pero sabía que no podía y que si lo intentaba acabaría caído como una tortuga, panza arriba y le resultaría imposible levantarse. La baja gravedad existente en la superficie de la luna hacía que, para mantener el equilibro, tuvieran que caminar ligeramente inclinados hacia delante, cruzando los pies y colocándolos siempre bajo su centro de gravedad.

La curvatura de la luna, seis veces mayor que la de la Tierra, mostraba la línea del horizonte a poco más de dos kilómetros de distancia de ellos y eso a Aldrin le resultó extraño. Nunca hasta entonces se había sentido tan cerca de esa línea que tanto representa para el ser humano: sus sueños, sus aspiraciones, sus anhelos, el lugar hacia el que todos caminan aun sabiendo que nunca lograrán alcanzarlo. Pero allí estaba más cerca que nunca y eso le hacía sentir gigante. El sol se alzaba unos diez grados sobre el confín de la luna, haciendo que brillara tenuemente la superficie sobre la que caminaban en medio de un cielo negro, pues no había atmósfera alguna que pudiera dispersar los rayos de luz que alumbraran el día más importante de sus vidas. Giró la cabeza, alzó la vista y allí estaba ella, la Tierra. Su hogar. Frente a él. Impresionantemente bella y diminuta. De haberse creído gigante pasó de repente a sentirse muy pequeño. Muy frágil. Bajo su casco sintió un nudo en la garganta.

En ese momento, su compañero, el comandante Armstrong, que caminaba hacia él, le pidió que se detuviera y le tomó una fotografía. Aldrin sonrió tras su casco y tomó conciencia de que aquel era un momento histórico. Él pasaría a la historia como el segundo hombre en pisar la luna. Sintió entonces un pinchazo dentro de su pecho que se repetiría después, en tantas y tantas ocasiones, cada vez que le preguntasen cómo se sentía por no haber sido el primero.

El astronauta Buzz Aldrin camina sobre la superficie de la luna el 20 de julio de 1969. 
Fotografía tomada por el comandante Neil Armstrong durante la misión del Apolo XI.   




jueves, 3 de diciembre de 2020

A sangre fría

 —¿Qué coño ha pasado aquí? —preguntó el inspector jefe de policía al entrar en el salón de aquel piso ubicado en una cuarta planta sin ascensor. Resollaba con fuerza. A su pregunta nadie respondió y entonces volvió—. ¿Era necesario disparar?

El finado yacía sobre la mesa junto a la que estaba sentado y que miraba hacia la puerta de entrada. Una densa capa de sangre crecía sobre la superficie de madera situada bajo su cabeza y sus brazos que, como si se trataran de los taludes de una presa, parecían querer confinar la sangre que brotaba de su cuerpo, como si quisieran detener lo inevitable. Sobre la mesa también había un cuaderno abierto, donde una elegante caligrafía destacaba en azul sobre el blanco de las páginas, mientras el rojo de la sangre bordeaba su cubierta.

Frente al cadáver, derecha e imponente en su más de metro ochenta de altura, estaba la oficial González, con su arma reglamentaria en la mano, caída, apuntando hacia el suelo, como si quisiera resbalar hacia allí y escapar; sabedora que de su entraña había partido la bala que se alojó en algún lugar entre el cuello y la clavícula, destrozándole seguramente la subclavia y asegurándole una muerte rápida. Dos metros detrás de la agente, un joven policía contemplaba aterrado la escena. Llevaba poco tiempo en el cuerpo. Miraba hacia el inspector asustado como queriendo contarle que él nada pudo evitar, que ella le dijo que había recibido un aviso de aquella casa y que, tras forzar con suavidad la puerta y llegar hasta el salón, había disparado a quemarropa contra el que ahora yacía inerte sobre la mesa. Aún a pesar de no tener la culpa de nada, el joven agente se sabía metido en un buen lío y barruntaba el final de su carrera; justo ahora que acababa de comenzar.

La estantería tras la mesa del finado estaba llena de libros y en una de sus baldas sobresalía A sangre fría, curiosa presencia en aquella escena que ni el mismísimo Capote habría podido imaginar. También sobre la mesa había otros libros desordenados hasta los cuales la sangre no llegó, pues un bolígrafo dispuesto al azar se debió interponer en su camino, conduciéndola al borde de la mesa desde donde goteaba hacia el suelo; sobre unos papeles caídos, a medio escribir, seguramente borradores de algo que ya nunca será nada. El inspector jefe tomó de nuevo aire y volvió a preguntar:

—Agente González, ¿puede decirme qué ha ocurrido aquí?

Ella parecía no oír la pregunta. Unos segundos más tarde movió ligeramente su brazo derecho, el que sostenía el arma homicida y luego encogió sus hombros como en un gesto de autodisculpa. Parecía incrédula con lo que acababa de acontecer y poco a poco su rostro se fue desencajando. Luego una lágrima resbaló desde su mejilla hasta su labio superior y fue allí detenida por su lengua. Finalmente habló:

—Estaba escrito —y con el brazo señaló hacia el cuaderno que descansaba sobre la mesa cubierta de sangre.

El inspector se acercó y movió, con cuidado de no tocar con sus dedos, el cuaderno abierto y a medio escribir. Entonces comenzó a leer.



viernes, 20 de noviembre de 2020

Hugo

El enfermero entró en la habitación y observó a la anciana dormida. Revisó su gotero, anotó la temperatura y comprobó que el desayuno seguía intacto sobre la mesa.

—¿Esta mujer siempre está sola? —preguntó a su compañera que desde la puerta le observaba.

—Casi siempre. No tiene familia. Sólo una amiga que de vez en cuando pasa a visitarla. ¿Qué tal estás Julio? Últimamente apenas hablamos.

—Estoy bien Eva —y sin añadir más pasó delante de su compañera para continuar su ronda. Le gustaba trabajar los domingos. Especialmente los domingos por la mañana. Todo parece más tranquilo. Hasta la gravedad, en esas horas, parece conceder una tregua a los enfermos.

Entró en la siguiente habitación y al hacerlo arrimó sutil la puerta, buscando intimidad en su rutina y quizás también distancia con lo de fuera. El paciente estaba dormido y Julio se detuvo unos segundos junto a su cama. Observó que temblaba, como si estuviera sumido en una pesadilla. No tenía fiebre. Le tomó la mano y con suavidad se la apretó, el enfermo poco a poco se fue calmando. Cuando le vio más tranquilo volvió a salir. Eva parecía estarle esperando.

—Julio estamos hablando de tomar algo esta tarde, a la salida. Podrías apuntarte —con poca convicción le propuso. Había un cierto dolor en su cara y bastante desaliento también.

—Otro día Eva. Igualmente, gracias.

Julio, tras detenerse unos segundos, decidió volver a la habitación de la mujer, pues imaginó que seguiría sin tomar el desayuno. La encontró despierta y agitada.

—Por favor, ayúdeme… necesito ayuda. Tengo que encontrar a Hugo—. Con una voz tenue y sin apenas aire la mujer con mirada desesperada suplicaba.

—Tranquila… todo está bien —le dijo tomándole la mano—. Vamos primero a desayunar y luego le buscamos. Primero es usted.

—Hugo… mi hijo. Ayúdeme. Me lo robaron. Octubre 1975… clínica de Santa Cristina. Yo lo vi. No estaba muerto al nacer… lloraba. Vi como se lo entregaron a un matrimonio al día siguiente… Yo no podía correr... tengo que encontrarlo.

Julio soltó de golpe la mano de la mujer y sintió en su interior una descarga eléctrica, como si un rayo le atravesara. Se giró y sin pensarlo se metió en el cuarto de baño de aquella habitación. Cerró la puerta y empezó a toser con fuerza. Sintió que se ahogaba. Poco a poco fue recobrando el aliento. Nunca olvidó el día en el que sus padres, tras años de preguntas, le contaron la verdad. Nunca fue capaz de perdonárselo. Él no era hijo de ellos. Nadie le explicó cómo lo habían adoptado. Sólo que un médico conocido de la familia contactó con ellos. Siempre le decían que entendiera que su vida hubiera sido muy dura. Que jamás tendría todo lo que tiene, ni estudiado esa carrera, ni gozado de esa vida. Pero la verdad es que él no tenía nada. Sólo un gran vacío. Una rabia negra ocupando un enorme pozo vacío al que a nadie dejaba nunca asomarse. A Eva tampoco.

Esa noche al volver a casa no pudo dormir nada.

A la mañana siguiente volvió al hospital. Tenía el mismo turno. Al entrar en la habitación vio que la mujer estaba peor. Casi no podía respirar y notó que estaba agonizando. Ella apenas abría ya los ojos y desde la cama se removía. La falta de aire le producía un sufrimiento inmenso. Él se acercó y le acarició el pelo, suave, con cariño. Le besó la frente y después se aproximó a su oído.

—Mamá. Soy Hugo. Estoy aquí contigo. Gracias por buscarme. Llevo mucho tiempo tratando de encontrarte. Te quiero mucho, mamá. Ahora estoy aquí contigo y ya nunca me iré.

Ella quedó congelada. Parecía que había dejado de respirar. Luego retomó el hilo de aire que aún le quedaba. Su rostro poco a poco fue cambiando el gesto. Un atisbo de sonrisa comenzó a reflejarse en su cara. Se llenó de paz y así siguió las horas que transcurrieron hasta su último suspiro, con Hugo junto a ella, de su mano hasta el final.



sábado, 7 de noviembre de 2020

Un domingo en el parque

 —…la cultura y esas cosas para el que les guste.

—Pues yo una vez fui a Numancia y cuando al llegar vi todo aquello lleno de piedras… vaya, que ni entré.

—¿Y qué dices de la Lucía que en plena pandemia se acaba de ir a Egipto?

—Uy, yo ahí no voy ni de coña.

Eran tres mujeres y su conversación. Estaban situadas en aquel banco justo delante de mí, junto al templo de Debod. Sus edades debían andar por los sesenta años. Llegaron hace un rato mientras yo leía y esperaba la hora del atardecer. Me gustan los atardeceres. Siempre he pensado que la plenitud de la existencia se podría medir por el número de atardeceres contemplados. El caso es que, desde que se sentaron en aquel banco frente a mí, mi cabeza sólo podía atender a su conversación.

—Yo cuando salí de mi pueblo y fui por primera vez a Albacete, allí sí que fue mi felicidad. Recuerdo la primera discoteca a la que fui, tenía unas luces como de pelusilla… Yo llevaba unas pintas, madre mía, recuerdo que pensaba: “como llegue a casa así y mi padre me vea.” Fijaos, qué paleta era yo. Y ahora, cuando veo esos ombligos al aire…

—Oye María, ¿qué es eso de luz de pelusilla? —una de ellas, guiñando un ojo a la que permanecía en silencio, preguntaba.

—Ay chica, así… como de pelusilla.

Un vigilante toca el silbato y hace gestos a unos chicos que se habían metido en el estanque seco a sacarse unas fotos con el templo de fondo.

—Es por el coronavirus —comenta una de ellas—. Así andamos por cuatro descerebrados… —y las demás con su gesto corroboran.

Se hacen unos segundos de silencio. Yo me quedo pensando en la relación entre el coronavirus y la prohibición de la foto. Antes de que mi mente concluya nada, de nuevo se retoma la conversación:

—Pues yo me acuerdo mucho de los viajes que hicimos cuando mi marido se compró el coche. Íbamos por ahí a comer los domingos. Salamanca, Torrelavega… esas paellas en un merendero a las afueras de Mejorada del Campo. ¡Tengo fotos! Recuerdo que uno de aquellos días nos cayó una tormenta y la Lucía nos acababa de contar que estaba encinta. Calla, que estaba sin casar. ¡Eso sí que fue un chaparrón!

—Qué buenos tiempos aquellos y qué bien lo pasábamos—comentó la tercera amiga que aún no había intervenido en la conversación—. Yo me acuerdo un día visitando el pueblo de Bezoya… o Lozoya, no recuerdo ahora cómo se llamaba el sitio, ya sabéis que a mí tampoco me dio nunca por la geografía ni por la historia. ¿Veis ese perrillo? Pues así era el mío. Pero qué rico es. Igualito que ese era mi Camilo.

En ese momento cruza por delante de nosotros una mujer que pasea a dos perros, uno blanco y otro negro; lleva un vestido de flores, bien corto y ceñido a su trasero. Ellas hablan de los perros, pero miran su falda y sus caderas moverse. Yo también las miro. A mí nunca me gustaron los perros.  

—Oye pues que tu Paco, que tan estudiado estaba, te hubiera dado más geografía e historia en lugar de tantos hijos.

Dos de ellas rompen a reír con sonoras carcajadas. La tercera, foco de la broma, simuló un gesto serio, como de enfado y después decidió concluir el debate.

— Venga señoras, vámonos con la música a otra parte.

—Pero antes tenemos que hacernos una foto.

—Oiga joven. ¿Le importaría hacernos una foto?

El caso es que yo ya llevaba un rato haciendo la foto, pensé. Luego sonreí, asentí agradecido por lo de “joven” y les hice la foto con el teléfono móvil de una de ellas.

Se levantan de su asiento y continúan su camino. Yo sigo en el banco y nuevamente retomo la lectura de mi libro. Unos minutos después vuelve a pasear caminando la mujer del vestido ceñido de flores y se sienta en el banco, justo enfrente de mí.  Yo me adentro en la tarde y en el libro. Al rato vi que tanto la mujer como el sol ya se habían ido. Otro atardecer que me pierdo. Malditos libros.

Foto por Bicanski en Pixnio


jueves, 3 de septiembre de 2020

Timanfaya

Cuando desperté con el canto de las pardelas en aquella noche de El Golfo, con ese lúgubre y sobrecogedor sonido, que el mismo llanto de un niño parece; me asusté, pues pensé que traía mal augurio. En ese momento sentí una mezcla de soledad y de frío. Todos los miedos son fríos y éste era de esos que se calan en los huesos y, si no sabes detenerlos a tiempo, reparar en su inexistencia y efímero paso, no encontrarás mantas que lo remedien. El caso es que, en aquella oscura noche de agosto, ese miedo se había colado en mi cama.

Debía faltar bastante para las primeras luces del alba. Decidí levantarme y lavar mi cara, que eso siempre es buena terapia. A veces, cuando lavamos la cara también clarificamos el alma, quizás porque el frescor del agua en contacto con la piel nos hace reparar en el sanador presente que nunca acabamos de habitar. Me cambié y salí a la noche. El viento alisio parecía por un momento amainar. Caminé hasta la playa y respiré la brisa de Lanzarote. Miré hacia el cielo y vi como la vía láctea se divisaba con total claridad en aquel firmamento oscuro y sin contaminación lumínica, alejado de los centros turísticos de los que siempre trato de huir. Era noche sin luna. Novilunio la llaman. Cuando mis ojos se habituaron a la oscuridad, pude ver a un hombre alto, delgado y de edad avanzada sentado a pocos metros de mí.

—¿Usted tampoco puede dormir? —para romper el hielo y también procurar no inquietarle con mi presencia, le pregunté.

—Yo hace mucho que no duermo. Un día debí despertar y ya nunca más fui capaz de dormir.

—Pues de hombres despiertos anda este mundo necesitado —con cierta ironía le dije—. Unos malos sueños amenizados por el lastimero quejido de las pardelas me despertaron y ya no pude dormir más. Vinieron miedos y fantasmas a visitarme. Decidí levantarme y caminar.

—Levantarse y caminar es siempre bueno. No vivir tan aferrado al suelo que es allí donde en muchas ocasiones perecen los sueños. Desde el suelo percibimos el sonido de las pardelas como un llanto siniestro, pero la realidad es que, si nos elevásemos y las pudiésemos contemplar en sus acantilados, veríamos que eligen las noches más oscuras para anidar en ellos y así protegerse de sus depredadores. El sonido que emiten es la forma de comunicarse con sus demás congéneres y sus crías lo utilizan para reclamar su sustento. No hay pena ni tristeza alguna. Están celebrando el habitar por fin en tierra tras meses volando y viviendo sobre las aguas del mar. Cuando el frio se acerca, migran hasta las costas del sur de Brasil y Argentina para, llegado el momento, retornar de vuelta. Miles de kilómetros realizan en cada trazado. Semanas e incluso meses de vuelo sin un mísero risco en el que posarse, durmiendo sobre las aguas. Ahora en tierra, sus nidos están construidos, sus polluelos nacidos y tanto machos como hembras tienen mucho que celebrar. Cuando lleguen los meses de octubre y noviembre, y sus crías hayan crecido lo suficiente, sus padres dejarán de alimentarlas esperando que, tras reclamar su alimento sin éxito, opten por seguir el rielar de la luna en el mar, abandonar la hura en la montaña y volar así en la búsqueda de su alimento y en definitiva de su vida.

—Está claro que la vida siempre se abre paso y siempre existen razones y motivos para celebrar, aunque estos tiempos a veces parezcan quererlo ocultar —le dije mientras me sentaba en una roca próxima a él.

 —Lo cierto es que sí. Son tiempos difíciles y de poca luz. Tiempos en los que los miedos parecen irremediablemente instalarse dentro de la gente, creando una capa de brea sobre su corazón. En estos tiempos la solidaridad desaparece y cada uno se mira un poco más a su ombligo si cabe y, si me apuras, menos a su interior; que es donde debiéramos mirarnos más, quizás con la esperanza de algún día alcanzar a vernos.

—Las noticias no hablan de otra cosa, la pandemia lo cubre todo y también permite que todo lo demás ocurra sin que nunca sea noticia. Hablan de que nos protejamos y nos hacen ver al prójimo como un sospechoso y entre líneas nos invitan a que lo mantengamos a distancia. Lo que más me inquieta de todo esto es la separación que esta distancia conlleva, la pérdida de comunicación, de afectividad y, finalmente, de empatía entre nosotros; parece que cada vez son menos las personas que realmente nos importan. De algún modo nos dicen que elijamos con quien compartir, que elijamos bien y dejemos de lado al resto. En este tiempo, en que ya ni conversaciones de ascensor pueden darse, los muros parecen levantarse más fuertes y más altos. El que pide caridad, si ya antes se le veía poco, ahora bajo la mascarilla se vuelve invisible para el resto; y no hablo de la suya propia, si no de la nuestra, la que nos oculta y nos separa incluso de nuestro propio corazón, sumándonos en un anonimato bajo el cual también en ocasiones aflora lo peor de nosotros.

–Así es. Y luego están esos falsos profetas que nacen. O más bien que aparecen, que nacidos estaban hace tiempo. Tras muchos años en los que despreciamos a científicos, investigadores, sabios y expertos; donde dimos alas y celebramos con júbilo la mediocridad, ahora no sabemos a quién dirigir nuestras preguntas. O, si lo sabemos, quizás no sepamos entender las respuestas y muchos prefieran conformarse con la respuesta simple y dañina del pelele que un día osamos elevar a la categoría de referente.

–Pero no todos son así —apunté tras sus palabras.

–Es cierto. Por suerte no todos son así. Tú tuviste miedo en la noche, te levantaste y caminaste hacia la playa; buscando luz en la oscuridad, aunque solo la de las estrellas fuera. El miedo ciega y enfrentarlo nos abre el camino hacia la luz. Eso es lo que hiciste cuando despertaste para ver que la pesadilla no era real, que el llanto no era tal y que los miedos se disipan cuando los miramos de frente. Además, gracias a eso, ahora aquí conversamos.

–Siempre me gustó detenerme a charlar con quien así lo quería. Lo cierto es que seguramente haciendo eso, me sienta menos solo. Son cortos espacios de tiempo. Conversaciones breves y seguro a ratos improductivas, pero estoy convencido de que, en más de una, alguien encontró un consuelo, una idea, otro punto de vista o simplemente el calor de sentirse escuchado. A mí me ha ocurrido también, quizás por eso no me sienta tan solo, aunque al final todos lo estemos. Por cierto, mi nombre es Carlos ¿cómo se llama usted?

–Me llamo José.

–Pues encantado José de compartir este rato. Nunca estuve antes por aquí, pero tengo la sensación de haberle visto antes e incluso de que juntos hayamos conversado.

–Mucho he conversado a lo largo de mi vida. El mundo es grande y somos tantos… pero cierto es que la casualidad a veces es aún mayor que nuestro mundo.

–Al fin y al cabo, no somos más que fruto de la casualidad.

–Y del azar también, aunque es importante decir que el azar no escoge, sino propone y allí estamos nosotros para atender o no a la propuesta que nos lanza.

–Tiene usted razón. Y alguien con su edad y mente despierta, que ha tenido que vivir tanto y ahora observa esto que nos llega. ¿Hacia dónde cree que nos dirigimos? ¿Ve usted alguna esperanza en este tiempo?

–Déjeme contarle algo. A poca distancia de este lugar, en Timanfaya, en la tarde del 1 de septiembre de 1730, lo que es anteayer en términos geológicos, la tierra se abrió y una montaña enorme se levantó del seno de la tierra; el fuego y el humo lo cubrieron todo. Varios caseríos de la zona sur de la isla quedaron destruidos y enterrados por la lava y las cenizas del volcán, sus habitantes tuvieron que huir a otros lugares de la isla. Fueron seis años de continuas explosiones y emisiones que generaron mares de lava que cubrieron una cuarta parte de esta isla y que incluso la hizo crecer unos metros más en el interior del mar; así nació este paisaje de naturaleza muerta llamado malpaís. La naturaleza entonces, al igual que en estos días, mostró al hombre su verdadera pequeñez y cómo, de un solo soplido, puede borrarlo de la faz de la tierra.

Quedó unos segundos en silencio. Parecía reflexionar sobre lo que acababa de decir. Tomó aire y continuó:

—Pero ahí también hubo un aprendizaje y una lección de esperanza. El hombre poco a poco supo volver y un nuevo hogar quiso crear en esta escombrera. Una vez más hizo de la necesidad virtud y esto agudizó su ingenio. En las zonas que quedaron menos dañadas pudo volver a edificar sus casas. Donde los restos del volcán le permitieron, plantaron higueras y otros frutales para poder alimentarse y en las zonas tapizadas por el manto negro de piroclastos cavaron y plantaron cepas de las que ahora extraen una selecta uva, malvasía, la cual debe su éxito en parte a la ayuda que, para conservar la humedad de la planta, suponen estos restos de gravilla volcánica. Pero no solo el hombre, también la naturaleza contribuye a esta recuperación y se puede ver como las rocas que forman este malpaís, alimentados por la humedad que los alisios le traen, se han ido cubriendo de líquenes que es la forma de vida más primaria, pero seguro origen de otra más evolucionada y que algún día dará lugar a otro paisaje en el que nuevas plantas y animales habitarán. En definitiva, que incluso en las peores circunstancias, la vida y otro tiempo mejor habrá siempre de abrirse paso. Esa es al menos mi esperanza.

—Parece que de una erupción volcánica nadie es responsable. Pero a veces escucho hablar a personas responsabilizando a unos y a otros de esta pandemia.

—En una pandemia no hay culpables ni responsables. Todos somos víctimas —dijo José y su voz sonó concluyente—. Si bien es cierto que seguro pudimos hacer más por prevenirlo. Ese consumismo voraz, ese agotamiento de recursos naturales, ese crecer sin límites y de espaldas a la naturaleza, esa invasión de espacios solo reservados para los animales y que a los humanos no le correspondían. Por eso debemos ahora ser conscientes de este tiempo que es además nuestro tiempo. Tomar conciencia y empezar un nuevo camino que traiga nueva luz y nos haga reparar en la locura y en la oscuridad que habitábamos, que era la nuestra propia.

—Esa desconexión de la naturaleza también va unida a la desconexión de nosotros mismos y desde ahí de nuestros semejantes. No ver esa fuente primaria de luz que en nuestro interior habita, nuestro verdadero ser, no el egoísta que sueña con codiciar y dominar todo. Viajamos en pocas horas a cualquier país del mundo para conocer un remoto lugar, pero la mayoría desconocemos lo que realmente somos. ¿Y por qué no lo vemos? ¿Nos hemos quedado definitivamente ciegos?

No creo que nos hayamos quedado ciegos, creo que estamos ciegos, ciegos pero viendo, ciegos que pueden ver, pero no ven…

En ese momento tras nosotros se coló el primer rayo de luz del alba. La claridad iluminó la cara de aquel que me hablaba, igual que a mi mente aquella última frase que acababa de pronunciar. Delante de mí estaba nada menos que José Saramago, premio Nobel de literatura, y una de las personas que más he admirado a lo largo de mi vida. No puede ser. Él había fallecido justo hace ahora diez años. Pero allí estaba junto a mí, conversando conmigo en la noche más oscura y estrellada de Lanzarote; no muy lejos de Tías, el lugar que durante varios años fue su casa.

La entrada de la luz del amanecer tras nosotros, hizo que él se levantara con cierta dificultad de la piedra desde la que sentado me hablaba, hizo un geste breve, casi sin mirarme y así se despidió de mí.

—Pero usted es…

Antes de que yo concluyera la frase se volvió y entonces me miró directamente a los ojos para a continuación decirme:

—Ahora realmente da igual quien yo sea, y si estoy aquí y no allá, si no subí a las estrellas fue porque a la tierra pertenecía. Lo importante Carlos, es lo que tú eres y lo que tú puedes y quieres ser. Mira dentro de ti. Busca y en algún lugar encontrarás esa fuerza y esa energía que te nutre y quiere salir. Eso que tú en algún momento llamaste pasión y que no es más que puro amor. Ese amor que, como esos volcanes, hará renacer todo. El amor es la única esperanza contra la muerte y es lo único que podrá salvarnos. Mírate y pregúntate: ¿para qué crees que has venido hasta aquí? Muchos te dirán que no es el momento. Otros tantos te dirán que ya es tarde o que no puedes. Pero sí. No solo puedes, sino que además lo anhelas desde lo más profundo de tu ser. Y no estás solo en esto. Este mundo anda falto de ojos que miren despiertos y no sois pocos los que así lo intentáis cada día. Quizás estáis separados ahora, desconectados y toda esta pandemia aún crea más distancia, cubre vuestra cara y empaña a ratos vuestra mirada; pero buscaos, hablad, conversad, abrid debates y nunca cejéis en vuestro empeño. No olvidéis que a veces es más fácil llegar a Marte o a la Luna que a nuestros semejantes, pero no por ello dejéis de intentarlo o no habrá esperanza alguna. Van a ir a por vosotros. No gustáis a quién los hilos de todo esto maneja y a los intereses a los que sirve, pero estáis aquí y sois la esperanza de este mundo. Y aunque como las pardelas tengáis que hacer vuestros nidos en riscos alejados y comunicar vuestro mensaje en la noche más oscura, es bueno que así lo hagáis. Solo la unión y la solidaridad podrá ser simiente de esperanza que dé lugar al nacimiento de un tiempo y un mundo mejor. Yo ahora debo irme. Quizás nos veamos por aquí alguna otra noche, ya te dije que hace tiempo desperté y no volví a dormir más… —Y tras un breve instante mirándonos, se volvió a girar y se alejó de mí difuminándose.

Yo quedé allí en silencio, pensativo, paralizado, observando ahora a lo lejos el eterno horizonte, siempre delante nuestro. La luz de la mañana me regalaba un paisaje de una belleza sublime y una inmensa calma parecía habitarlo todo. Entonces cerré mis párpados y respiré profundo. Sentí mis pies en contacto con la tierra, la brisa del mar acariciando mi piel y después un abrazo en mi espalda. Un abrazo intenso, cariñoso, sincero y reparador. Me giré y vi que tras de mí no había nadie. Era yo.

Volcán “El Cuervo”. Primer cráter generado el 1 de septiembre de 1730 en Timanfaya


NOTA DEL AUTOR: Las frases que en el relato aparecen en letra cursiva están extraídas de libros de José Saramago o bien de alguna entrevista suya. Quiero dedicar esta entrada a la memoria de unos de los mejores escritores y pensadores de los últimos años y por el que siempre sentiré una gran admiración.






miércoles, 12 de agosto de 2020

La mosca

El anciano observa a una mosca que se acaba de posar en el borde de la taza de su desayuno. Nunca soportó la imagen de una mosca sobre la comida. Intenta levantar la mano, pero ve que ésta no responde. Hace mucho que no le responde, aun así, no hay día que no lo intente. Observa de nuevo a la mosca que ha saltado ahora hasta la cuchara que está dentro de la taza y se desliza, como si de un tobogán se tratara, desde la parte superior y con la clara intención de ir a probar su alimento. Él la mira y ve como llega hasta él, extrae su trompa y comienza a succionar. Intenta de nuevo mover el brazo y un ligero temblor hace que golpee la mesa, y esto a su vez hace que la mosca abandone su posición y comience a volar. Él respira. La cuidadora llega por detrás. Toma la cuchara colmada de una mezcla de lo que debieron ser cereales y fruta antes de pasar por la batidora y se lo introduce en la boca. Se vuelve a marchar mientras él, con dificultad, intenta con su torpe lengua manejar el alimento en su boca desdentada. De nuevo está ahí. Otra vez frente a él. Ahora parece mirarle con desprecio y hacia él avanza. Él nota como su pulso se acelera. Intenta gritar para llamar a su cuidadora. No lo hace por miedo, sino como el que nunca tuvo otra manera de dirigirse a quien cerca de él estaba. Al final emite un quejido extraño que hace que la cuidadora, que sentada en el sofá miraba absorta la televisión, se acerque de nuevo al mismo tiempo que la mosca alza su vuelo; tome la cuchara y tras llenarla de alimento, lo introduzca de nuevo en su boca. El teléfono de ella comienza a sonar y hacia él se abalanza ella, como si esperase una llamada importante. De nuevo solo. No es novedad tampoco. Demasiado tiempo solo, pensó. No duró mucho este pensamiento pues de nuevo la mosca se posa sobre la mesa y ahora va hacia él. Directa. Esta vez parece que será inevitable. Y así lo ratifica cuando percibe como salta hasta su mano y camina sobre ella, sobre él. Cree notar el cosquilleo que en su piel produce las patas velludas y pegajosas de la mosca que luego se detiene en un resto de comida que hay junto al puño de su camisa. Seguidamente salta de nuevo hacia la mesa para finalmente volver a la taza de desayuno, sin lugar a dudas la fuente de su maná, al menos en el día de hoy. Él escucha a su cuidadora riendo al teléfono y eso le hace hervir la sangre e intentar removerse en la silla, mientras la mosca continúa saboreando su desayuno. Alguien le habló una vez de la habilidad para huir que tenía ese insecto. La mosca es capaz de anticiparse a los movimientos de su adversario, colocando sus patas traseras en la posición más favorable a su evasión. Siempre alerta. Él también siempre tuvo una gran habilidad para escapar y no fueron pocas las veces que así salvó su vida. Eran años complicados donde sólo los más fuertes y duros sobrevivían. Y él era uno de esos, además de uno de los más grandes e implacables hijos de puta, como un compañero suyo solía decirle entre risas. De nuevo la mosca sobre su mano. Él consigue hacer temblar sus dedos y así incomodar su paseo. El insecto salta sobre la mesa de nuevo. La cuidadora regresa y, mientras habla por teléfono, le vuelve a introducir una cuchara llena de alimento en la boca. Él traga con cierta dificultad y parte del alimento cae hasta su barbilla para luego resbalar hasta el babero que cuelga de su arrugado cuello. La mosca parece reparar en ello y hacia allí emprende su vuelo. Mientras lo saborea, él observa como ella mueve y roza entre sí las patas traseras. Parece feliz. Celebrando satisfecha y eso él no puede soportarlo. 

Nunca soportó la felicidad ajena. O era suya o no debía ser de nadie. Y así fue demasiadas veces, demasiado dolor a su paso. Él nunca lo sentía así, no era capaz de reparar en el dolor ajeno, ni siquiera cuando los gritos del interrogado parecían estallar en su cabeza en aquel sótano de la Dirección General de Seguridad. Un tiempo atrás un instructor le había dicho: “Parecen humanos, pero no lo son. Son puta escoria que si pudieran te arrancarían los ojos con sus manos. Nunca interpretes una emoción suya como si de un humano fuera. Son animales”. Había un ventanuco en la parte superior de la celda de interrogatorios por el que solía entrar algo de luz que se reflejaba a la mitad de la pared y según su posición él podía calcular la hora que era. Por aquel tragaluz también algunas veces se colaba alguna mosca, seguramente atraída por el olor a sudor, heces y terror ajeno. Él siempre tuvo una agilidad y rapidez increíbles, siendo capaz sin apenas dificultad de cazar moscas al vuelo, anticipándose a sus movimientos. Eso solía impresionar de niño a sus amigos en aquellos veranos en el pueblo, nadie quería competir contra él, pues siempre ganaba. Eso también acabo deviniendo en un muy mal perder. No lo soportaba. En las primeras preguntas al interrogado, cuando lo tenía sentado al frente suyo, intentaba mostrar un aspecto calmado y algo cercano. Así ahora lo recordaba:

Vamos a ver… yo quiero ayudarte, pero necesito que me des los nombres de los que te acompañaban en aquel piso.  

El interrogado permanecía en silencio intentando concentrarse y fingir cierta calma, aunque su corazón se le quisiera arrojar fuera del pecho. Intentó entretenerse observando el paseo de una mosca sobre la mesa arañada. Un golpe seco y firme sobre la misma rompía cualquier intento de calma y abstracción por parte del interpelado.

Has visto la mosca que había sobre la mesa ¿verdad? –decía mientras su mano abierta, agrietada y con marcadas venas presionaba sobre la mesa. Luego levanta su mano y señala la mosca reventada contra la madera–. Así mismo voy a hacer ahora contigo como sigas callado y no colabores maldito hijo de puta. Aquí dentro nadie podrá oírte por mucho que grites. No tengas dudas de que para mí eres aún menos que la mierda depositada bajo las patas de esta mosca.  

De nuevo sintió la cuchara con la papilla entrando en su boca; esta vez le cogió abstraído en sus recuerdos y tuvo que hacer un esfuerzo para intentar no atragantarse. Empezó a toser, con dificultad y apenas fuerza. Era la peor de las sensaciones, sentir la falta de aire, su ahogamiento. Tantas veces lo había practicado con tantos detenidos en una vieja y sucia bañera ubicada en una esquina de la celda y nunca supo qué se sentía, ahora solía sentirlo al menos una vez al día. Esa sensación de falta de aire, el esfuerzo en los pulmones intentando abrirse para recibir algo de aire, era una sensación terrible que le producía una angustia tremenda. El esfuerzo por intentar salvar ese momento le hizo salir de sus pensamientos y reparar de nuevo sobre la mosca que desde la mesa ahora parecía observarle. Quiso imaginar lo que podía estar sintiendo, seguramente alivio al saber que el interrogado esta vez era él, y que no tardaría mucho en pedir clemencia y confesar todo lo que aquella mosca quisiera sonsacarle. Retado y derrotado por ella. Él. Qué terrible paradoja, pensó. Observó la mosca que seguía inmóvil observándole desde la mesa. Sintió su juicio y su sentencia. Maldito tirano, tus días llegan a su fin. Cautivo y desarmado… Ni a mí puedes hacer frente ya. Ni a una simple mosca. Me comeré tu desayuno y, si pudiera, después te comería a ti. Voló de nuevo hasta el tazón que frente a él reposaba. Esta vez caminó rápido hasta el final de la cuchara metiéndose bien dentro del preciado alimento, quedando en su éxtasis de azúcar atrapada.

Él entonces sonrió.

Seguidamente tras él asomaron los brazos de su cuidadora que seguía enganchada a su llamada de teléfono, ella tomó la cuchara y la introdujo de nuevo en la boca de él. Él lo vio venir y esta vez abrió con fuerza la boca para luego cerrarla con rapidez y con una determinación que hace tiempo no recordaba; como cuando lo hacía con la puerta de la celda dejando atrás reventado y malherido a su interrogado, mientras caminaba hacia un sucio lavabo que había al fondo del pasillo para lavar sus manos. Luego su boca sin dientes masticó el alimento con rabia, para finalmente tragar. Quedó entonces por unos instantes paralizado, tranquilo, sintiendo en su boca el sabor de aquella victoria. Fue en ese momento cuando una sonrisa helada, como en tantas otras ocasiones, volvió a dibujarse en su boca.


domingo, 15 de diciembre de 2019

Alivio

A veces me salgo de mí mismo
y empiezo a caminar
y luego a correr
hacia ningún sitio
y no me siento
no me hallo
lo confieso
no me siento
como un brazo dormido
ajeno a todo
al fuego
a la brisa
a mí mismo

Y siento miedo
me miro en el espejo
y siento miedo
busco algo y pregunto
¿quién eres?
¿dónde estás?
¿por qué dueles?
y siento de nuevo
ese dolor 
y ese viejo miedo 
que quiere gritar sin conseguirlo
quizás demasiado asustado para ello

Y luego viajo hacia otros lugares
hacia otros rostros
y me cuelgo por ratos de ellos
rostros de mirada ajena
que no me devuelven nada
si acaso interrogantes
y alguna boca 
que se abrió en sonrisa
asomando abismos
que preguntan por mí
qué fue de mi vértigo 
por qué ya no los miro

Y al fin reacciono
y giro sobre mis pasos… 
Mierda
mis huellas se borraron
esta vez no sabré volver
noche de luna negra
¡no!
grito 
ahora más fuerte
por fin el aire brota hacia fuera
lo dejo salir y marchar
caigo de pronto rendido
me siento sobre mis pies
y respiro
otra vez respiro
aire entra
siento como me lleno
vacío
y otra vez lleno
y de nuevo vacío
y es así como vuelvo a casa
y es así como vuelvo a mí mismo
al inicio
y respiro
y me alivio