sábado, 11 de mayo de 2019

El tiempo

–Mamá... ¿Cómo conociste a papá?

La madre sonrió. Paseaban por el bulevar en la tarde de primavera. Corrían esos días del año en que la temperatura, la luz y los aromas se vuelven sublimes.

–¿Quieres que te cuente?

–¡Sí!

–Pero será nuestro secreto –añadió la madre guiñando divertida un ojo a la niña–. ¿Promise?

–¡Promise!

–Hace tiempo conocí a un chico que escribía y cantaba canciones... se llama “cantautor”. Como esos que vemos alguna vez con una guitarra cuando vamos de paseo. ¿Sabes?

–Sí

–El caso es que él a mí me gustaba y yo a él también... pero yo veía que no me hacía mucho caso y yo no quería andar perdiendo mi tiempo. Ahora te parecerá que no existe, hija, y por eso eres tan feliz y sonríes así… pero llegará un día en que el tiempo será para ti lo más importante.

La niña quedó pensativa intentando entender el tiempo... sol... lluvia... ¡Ah no! el otro... el de los relojes.

–Y entonces tu padre empezó a escribirme. Al parecer yo le había gustado desde la primera vez que me vio y, aunque no nos habíamos vuelto a ver, me escribía a todas horas. Me preguntaba por mi trabajo, por mis exámenes, por lo que había estado haciendo en la tarde, por todo... siempre pendiente de mí.

La niña sonrió y aplaudió entusiasmada.

–Y entonces un día me empezó a decir que deberíamos vernos, que él quería conocerme, que le parecía muy interesante y que le gustaba.

–¿Y el cantautor?

–Pues ahí seguía... era muy especial. Me cantaba sus canciones, me leía sus poemas y yo también le mostraba los míos… Tú no lo sabes, pero en esos años yo también escribía poemas –la niña sonreía imaginando a su madre–. Luego paseábamos y reíamos en la tarde… el caso es que a veces conseguía detener mi tiempo. O mejor dicho, todo el tiempo que pasé con él, lo recuerdo detenido.

–¿Y entonces?

–Pues que yo veía que no me acababa de decir nada claro y no estaba para perder mi tiempo. Y un día quedé con tu padre y pronto me di cuenta de que era lo que andaba buscando. Y mírate mi vida. ¡Aquí estás tú!

La madre se agachó y besó con ternura a la niña. Tras esta conversación siguieron caminando por el bulevar. Al pasar junto a una esquina, un chico joven tocaba una guitarra y cantaba sus canciones. Se detuvieron unos segundos. La niña de reojo miraba a su madre que atenta le escuchaba, y ella, que no entendía muy bien lo que él cantaba, sentía que le gustaba lo que oía; parecía como sí esa voz saliera de un lugar diferente del que normalmente brotan las palabras. Minutos después la niña tiró del brazo de su madre.

–¿Nos vamos mamá? Vámonos a casa... no perdamos más tiempo.

La madre seguía mirando al joven trovador pero su mente estaba en esa palabra que acababa de pronunciar su hija... tiempo. Se giró y se puso en cuclillas frente a la niña. La miró a los ojos, con la ternura que sólo una madre mira, y le dijo:

–Hija. Olvida todo lo que te he enseñado sobre el tiempo y quédate mejor con este consejo: Déjate llevar siempre por tu corazón y jamás tu tiempo será perdido. Y ahora vámonos a casa.

Mientras caminaban, la madre sentía las notas de una canción resonando en algún lugar que creía olvidado. Miró evasiva su móvil. Tenía varios mensajes. Siempre pendiente. Siempre tan atento. Sonrió.

–Vamos hija, que se hace tarde.   


No hay comentarios:

Publicar un comentario