miércoles, 26 de noviembre de 2014

El sicario

Aquella tarde y después de mucho tiempo sonó el timbre de su puerta, se acercó despacio y abrió.

– ¿Qué desea? No esperaba visita.

– A mí nunca me esperan –dijo el recién llegado mientras del bolsillo interior de su chaqueta sacaba un revólver –me envían para matarte… –su voz perdió firmeza al pronunciar aquellas últimas palabras.

– Espera, aún no dispares… en realidad llevo tiempo esperándote –se giró y comenzó a caminar hacia el interior de la casa. El sicario continuó tras él, siguiéndole mientras le apuntaba con el arma a la vez que se preguntaba por qué no había disparado todavía, absurda curiosidad en mala hora, nada recomendable en ese maldito oficio al que había recién llegado. La vida y sus complejos derroteros que hacen que una persona como él, de vida intachable, acabe empuñando un arma para venderse como asesino al mejor postor, en la lucha desesperada por desanudar la cuerda que tras ciertos azares y alguna mala decisión, la horca del destino con implacable fuerza había ceñido a su cuello. La casa tenía un tono gris, sin apenas luz y un olor a cerrado se colaba en su nariz. ¡Dispara ya!, pensó y seguidamente entornó la mirada tras la espalda de quien sería su primera víctima, el pago del primer plazo de su deuda… se aceleró su pulso que comenzó a temblar mientras su pulgar armaba el gatillo.

– En esta casa hubo un tiempo en que entraba la luz –comenzó a hablar quién a un par de pasos por delante del sicario caminaba hacia un oscuro salón de persianas caídas –siempre había luz, de día el sol, de noche las estrellas y a todas horas… ella. En esta casa las cortinas siempre estaban retiradas pues nada había que ocultar... Justo en aquella esquina florecían varias plantas incentivadas por primaveras que duraban doce meses. En esta casa cundía la vida, la felicidad se derramaba y los gritos siempre precedían a carcajadas; las puertas se abrían acelerando la vida y la tinta de los versos, grabando instantes en cada esquina… Botellas de vino que se descorchaban inaugurando los placeres cotidianos, el desorden más primario que generaba quejas de vecinos a deshora, golpes en la pared que exhortaban nuestros ánimos y jaleaban nuestra pasión más íntima; restos y marcas del anoche en la mañana, despertando nuestras cómplices sonrisas mientras una taza de café desperezaba el milagro de nuestra rutina. En esta casa –paró por un instante de hablar, tomó aire a la vez que se sentaba en un viejo sofá junto a la ventana. – En esta casa daba igual el mes, el día o la hora, porque siempre era el mejor momento por el simple hecho de que era compartido, y al mirarnos sentíamos esa complicidad que conducía nuestra vida hacia eso que resolvimos en llamar amor.

El sicario a pocos metros contemplaba la escena y escuchaba la historia que sin entender muy bien por qué y a quién, el otro relataba. Esa última palabra, amor, contrastaba sobremanera con ese entorno gélido y gris, pero al pronunciarla un atisbo de sonrisa y de vida latió en los labios de ese al que la peor de las suertes, según el plan establecido, le esperaba. 

– Y ahora –el condenado retomó su monólogo mientras el tono de su voz languidecía – ahora me mata… me mata el ruido que hace todo este silencio, me mata esta soledad perpetua, me mata sentir el mismo aire sólo impregnado por mi aliento, me mata cada cosa siempre en el mismo lugar, me mata no sentarme ya a esperar que se abra esa puerta y sentir hasta ese instante la humana fragilidad que provoca el miedo a que quizás un día ella no vuelva. Y así fue… y llegó el día en que ella no volvió y eso ya no me mata, porqué ya lo hizo hace tiempo –por primera vez giró su cabeza y fijó su mirada en quien atónito le observaba, cuencas de ojos vacías donde ya ni rastro de lágrimas quedaban de tanto que debieron haber sido llorados. El sicario sintió un frío inmenso recorrer su cuerpo, sentía que sostenía la mirada de un difunto que agonizaba aún después de muerto.

– Hay algo peor que saber que ella se marchó y que no volverá, y es sentir haberla dejado marchar, sentir que de tanto que habité el paraíso algún día pude no apreciar esa suerte, sentir no haberlo dado todo incluso lo que no tenía, sentir que ella nunca volverá a pisar el mismo espacio de suelo que hoy sólo mi sombra ocupa; esa sombra que mientras camino siento como a veces aún se gira y me pregunta por qué. –Levantó la vista y fijo su mirada reseca en la pared ajena de nuevo a ese que allí seguía, apoyado contra la pared en una esquina del salón, el revolver cayendo bajo su brazo como una prolongación ya inútil de su cuerpo. 

El sicario hacía rato que casi no respiraba, pues notaba que el aire oxidado de aquel salón le envenenaba. Sentía que habitaba una cripta y una sensación de claustrofobia y ahogo recorrió su cuerpo. Con cierta dificultad se incorporó y comenzó a caminar hacia la puerta, necesitaba salir de allí, buscar la calle. El inquilino de aquel lugar seguía con la mirada fija en un rincón de aquella sala, acaso recordando algo. Antes de llegar a la puerta de la casa el sicario se giró, fijó su mirada de nuevo en él, sintió una inmensa pena – Al parecer ella nunca pudo olvidarte –tras esas palabras no escritas en el guión y que a sí mismo sorprendieron, cruzó el umbral de la puerta y aceleró su paso escalera abajo mientras sentía que llevaba varios segundos sin poder respirar.

Una vez en la calle tomó aire con la dificultad del ahorcado, se detuvo un momento y se apoyó en un muro de piedra, respiró varias veces, miro hacia el cielo, era azul intenso, respiró de nuevo… comenzó a caminar, hacia donde la calle le llevaba, se volvió a detener, cubrió su cara con las manos, no recordó la última vez que había roto a llorar y así lo hizo durante largo rato. Después sonó su teléfono, tras varios segundos contestó la llamada, una voz al otro lado le interrogaba, tomo de nuevo aire y respondió:

– Estén tranquilos… hice lo que me mandaron. Sí, sí… tranquilos… antes de abandonar la casa me aseguré de que él ya no seguía con vida.

Lo que más dolió al sicario de esas últimas palabras fue el sentir que no mentía.


domingo, 26 de octubre de 2014

Tiempo de sentir

Al abrir la puerta de mi despacho descubrí mi cuerpo tirado en el suelo. Volví a salir, apoyé mi espalda contra la pared sin poder respirar. – ¡No puede ser! –en voz alta me dije mientras frotaba mis ojos, tembloroso volví a entrar, allí seguía… mi cuerpo tirado en el suelo.

Me quedé del todo congelado y no sé cuánto tiempo pude estar así, uno no se imagina nunca siendo espectador de aquella escena de sí mismo. No sabía que podía hacer y a la vez que me lo preguntaba, comenzaba a darme cuenta de que no podía hacer nada. Tras unos segundos y con una extraña calma que comenzó a invadirme y sólo atribuible a tamaño absurdo, terminé por sentarme junto a mi cuerpo para, poco a poco, comenzar a observarlo. La imagen era vulgar, carente de todo atractivo, nada que ver con esos planos que todos hemos visto alguna vez en las películas y que luego son remarcados por esa tiza de color blanco... Nada que ver, simplemente era mi vulgar cuerpo, allí, tirado en el suelo de lado, la boca casi besándolo, con un gesto extraño, imagino que desaprobando el fatal desenlace que debió en el último instante intuir… postura por cierto nada ergonómica, malísima para mi cuello, me sorprendí ironizando… aunque imagino que eso ya no debería ser muy importante.

– ¿Cómo podía haber sucedido? –me preguntaba, no era buen momento para morir y por primera vez nombraba esa fatal palabra, demasiadas cosas entre manos, me venía fatal justo ahora… llevaba además una vida razonablemente sana, de equilibrados excesos, de vicios mitigados. ¿Qué pudo fallar? Demasiadas preguntas, ninguna respuesta, sólo el sonido del ventilador de mi ordenador reclamando ser cambiado. 

Sonó el teléfono, hasta tres veces en el siguiente rato, largas llamadas que no tenían sentido alguno ya responder, más cuando de reojo vi que se trataba de un cliente, imagino que desesperado ante la falta de respuesta, quizás como yo lo habría estado justo un poco antes de besar definitivamente el suelo. El móvil también comenzó a vibrar, era uno de eso grupos de WhatsApp en los que estamos, en los que un día entramos (o nos entraron) y nunca supimos cómo salir. Por un momento fantaseé con la idea de enviar una foto de lo que estaba viendo, de mi cuerpo inerte para luego cambiar mi estado por un “no disponible” o “sin estado” o yo que coño sé… creo que me estoy volviendo loco pensé… y volví a mirar hacia mi cuerpo y luego hacia la puerta, como esperando que alguien entrase y tras dar un grito saliese corriendo para avisar a otros… ¡pobrecito!... ¡era tan joven!… ¡andaba siempre tan estresado!...

– ¡Qué absurdo! –varias veces me repetía… ¡qué vital desatino detuvo mi tiempo! mientras veía que el reloj de mi muñeca seguía avanzando, la insolidaridad de los objetos materiales, que tanto valor le damos, que ni un gesto hacen cuando ya no estamos… nadie vio nunca llorar en un entierro a un reloj, un coche o un teléfono móvil, por muy inteligente que éste último fuera. 

Las seis y media de la tarde, hora de salir pensé, al reencuentro con lo que afuera siempre espera, que siempre es lo más importante y que tantas veces lo olvidamos: familia, amigos, amores, azares, en definitiva la vida… Mi curiosidad decidió sentarse a cotillear el ordenador, tenía un correo a medio escribir, me asomé a leerlo y allí me sorprendieron palabras llenas de emoción: “me gustaría volver a verte…”, “creo que se me quedaron demasiadas cosas por decir…”, “sé que este es el momento…”, “quiero que sepas que…”. Continué durante un rato leyendo líneas y líneas de lo que debió ser lo último que estuviera escribiendo antes del fatal desenlace. Luego giré la cabeza, naturaleza muerta de nuevo ante mis ojos... volví a la pantalla, cerré los ojos, mi corazón latía con fuerza, volví a leer y a releer, a sentir, a sonreír primero, a llorar al fin… y un impulso eléctrico corrió desde mi cerebro hasta mi brazo que se movió y tomó el ratón dirigiendo su flecha hacia la parte superior de la pantalla. Pulsé “Enviar” y de este modo satisfice lo que, sin saberlo, habría sido la última voluntad de ese que ya no era… 

Me quedé por un momento mirando a la nada que en aquel instante junto a una grieta de la pared ubicaba, tomé aire profundo sintiendo como éste abarcaba más allá de mis pulmones, llenando espacios que hasta entonces antojaba vacíos, sentí su humedad y su calma, volví a respirar, para de nuevo sentir, de nuevo respirar y de nuevo sentir… y sentía, sentía tanto que hasta dolía y esa sensación me hizo sonreír… Seguidamente y con la serenidad del que a todo encontró sentido, me levanté de aquella silla, rodee a quien allí continuaba, salí del despacho y me fui… cerrando la puerta sin volver la vista atrás, era ya otro momento, era ya otro tiempo, era el tiempo de sentir.


domingo, 14 de septiembre de 2014

Todo

Se habían conocido unas semanas atrás en algún lugar, que por otra parte es lo de menos; podría haber sido un parque, una sala de espera, una biblioteca, la cola de un cine o quizás una parada de un autobús con retraso. El caso es que se habían cruzado y habían comenzado a charlar y sin saberlo a conocerse. Tal fue el interés mutuo despertado que fueron varias las veces que se citaron y, como era de esperar, mucho de lo que hablaron. Al principio y como siempre, hablaban de todo, que es lo mismo que no hablar de nada: del calor que no había hecho aquel verano, de noticias que copaban titulares, de cuánta gente se reunía en aquél café donde el tiempo parecía detenido.

Ambos tenían ya esa edad en la que las verdades absolutas claudican y también ambos atesoraban un buen baúl de experiencias, algunas compartidas durante sus encuentros… Ahí los tienes; él hablando de la sensación única de dormir bajo las estrellas y poner el alba por despertador; ella disertando sobre las propiedades curativas del olor a tierra mojada, especialmente en aquellos días de final de verano; él hablando sobre ese primer reloj al que cada noche tenía que darle cuerda y, a continuación, ella maldiciendo ese desarrollo que nos arrebató esos relojes que al menos unos segundos al día obligaban a detenernos.
Es cierto que la conversación no era siempre tan profunda; también compartían lo mundano y lo trivial; que si nunca llueve a gusto de todos… que si no hay mal que por bien no venga… que ya sabes que segundas partes nunca fueron buenas… Y al final el amor, lugar donde todo converge, de ello también hablaron. 

Ambos se habían enamorado varias veces, habían querido otras tantas, habían sabido caer y levantarse, abrir la puerta de casa y asumir que al otro lado ya nadie esperaba; besado cuerpos que nunca amarían, amado otros que nunca sabrían que fueron amados, todo… todo parecía haber sido vivido antes y por un momento hablaban como si fueran el hombre y la mujer más ancianos del mundo, con todo ya vivido, poco o nada nuevo por hacer. 

Fue en un receso de la conversación, un silencio de esos en los que decimos que pasa un ángel, cuando de repente ambos se sorprendieron mirándose a los ojos, navegando mar adentro en sus pupilas y quizás manteniendo una conversación paralela a la que brotaba de sus bocas, dato que nunca podremos confirmar y será siempre suposición del que escribe esta historia. Lo que es totalmente cierto es que por un instante ella tembló y él lo sintió como si dentro de su propio cuerpo fuera:

—Y con todo lo vivido, con todo lo sentido, con todo lo reído y también llorado, ¿Qué nos queda por hacer? —ella preguntó. Volvió el silencio y de nuevo el mar a sus pupilas, está vez más brillante e inquieto. Pasó otro ángel y tras él llegó la respuesta:

Todo —y seguidamente los labios de él se adelantaron al tercer ángel que esperaba su turno y lentamente se aproximaron a los de ella que al otro lado de la mesa ya ansiaban su encuentro, justo en el mismo instante en el que en algún lugar del universo una galaxia nacía, una madre abrazaba a un bebé dormido, un soldado concluía un verso… y alguien a pocas mesas de distancia de ellos sonreía y derramaba su café, embelesado ante la imagen de los ya jóvenes protagonistas de esta historia, que ajenos a todo se besaban. Y mientras todo comenzaba… todo de nuevo.




domingo, 7 de septiembre de 2014

Lento

Compongo
lento
lento
lento...

con el noble proposito
de por un instante
erizar tu vello
disuadir el tedio...

por eso compongo
lento
lento
lento...
 
 

jueves, 14 de agosto de 2014

Cristiano Ronaldo

Lago de Atitlán (Guatemala, agosto de 2014)

Yo cada vez soy menos de fútbol... Esto es una manera de decir que ya casi me limito a finales o a partidos próximos a la resolución de campeonatos. El caso es que ayer, quizás por el atractivo añadido de seguir un partido de “mi” Madrid tan lejos de casa, estando en San Pedro de la Laguna, junto al lago de Atitlan (Guatemala), me busqué un café donde echaban la final de la Supercopa de Europa y allí me senté a ver el partido y compartirlo con el amable camarero guatemalteco y madridista y con una pareja muy culé de Barcelona que le daban un morbo añadido al choque. El resultado del partido fue de 2 a 0 en favor del Madrid que derrotó al Sevilla con cierta solvencia en un partido donde Cristiano Ronaldo marcó los dos goles y fue elegido el MVP del partido. Al salir de allí y tras comer algo tomé un tuk-tuk y me fuí a visitar otro pueblo junto al lago y allí pasear en el correr de la tarde, sin rumbo definido y siempre abierto la conversación con el lugareño o visitante que a ello se prestara.

Un antojo de café y una curiosidad por conocer su funcionamiento me llevó hasta una cooperativa agrícola a las afueras del pueblo y tras visitarla me senté a tomar un café. Yo era el único visitante en ese momento del lugar, por lo que no fue difícil que la agradable y servicial camarera y un servidor comenzásemos a charlar. Ella se llamaba María, era maya tzutujil y había nacido y vivido toda su vida en aquel pueblo, tenía 25 años de edad, estaba casada y tenía dos hijos. Ella me preguntaba por mi país, por cómo era la vida en España. Yo le conté y también le pregunté y ella comenzó a hablarme de su suerte, de las dificultades de su día a día, de la casa que tras diez años de matrimonio habían conseguido ellos mismos construir en una pequeña parcela familiar y de la deuda que habían contraido con el banco que su sueldo de 1.100 quetzales mensuales (unos 110 €) contribuía en su totalidad a saldarla y aún le faltaba una parte que provenía del salario de su marido que era conductor, que con dos hijos mucho tenían que luchar para poderlos mantener y educar, pero que aún así eran de los afortunados por tener ambos trabajo. Me habló también de su infancia difícil, de las diferencias que había sufrido con respecto a sus hermanos varones, de esa escuela a la que iba y donde una parte importante de los alumnos no tenían material básico alguno (cuadernos, lapiceros...) por lo que se limitaban a asistir de oyentes a las clases. También me habló de las diferencias que aún en la actualidad existían, entre hombres y mujeres, entre ladinos e indígenas, que ella como indígena maya las había sufrido, que aunque cada vez más perseguidas, aún eran demasido comunes en estos días. Me habló de la pobreza del pueblo maya, de sus dificultades para progresar, de ese niño que precisó de un transplante y que lo salvaron en España (y que se rumoreaba que la familia no pago nada) y de ese otro niño que hacía poco murió sin remedio, como también murieron dos de sus cinco hermanos, uno a los pocos meses y otro a los catorce años de vida. Ella me preguntó por la religión en España y me contó que todos los domingos iban todos a misa, que eran muy pocos los que no participaban, que ella no los juzgaba, que eso a Dios le correspondía... Yo le comenté sobre la riqueza de su tierra, donde cualquier semilla que caía allí mismo nacía, que cuánto mal le había hecho al suyo nuestro mundo, la deuda eterna de Norteamérica y Europa con las venas abiertas de su América Latina... También nos dio tiempo a hablar de lo mundano, de los amores y desamores, del matrimonio, de mi soltería, de si era cierto que en España la gente se casaba tanto como se divorciaba, que su marido era un buen hombre, que siempre la respetaba, que rara vez discutían... Aún así eran muchas las diferencias por las que luchar, que hacía muy poco que la mujer empezaba a ser tenida en cuenta en su sociedad, que poco a poco comenzaban a participar, aunque la mentalidad seguía estando pendiente de cambiar. Yo también compartí con ella mi mundo, el momento actual, el camino recorrido, el dolor de tanta gente, le hablé de desahuciados, de bancos rescatados, de más ricos y más pobres, de deudas que tendían a ser eternas, de esta falta de felicidad directamente proporcional a la necesidad de poseer cosas, bienes que alguien nos convenció de que eran vitales para lograrla.

La tarde caía y, tras la agradable charla me despedí deseando suerte, que quizás algún día volviéramos a vernos. Al salir de la cooperativa decidí adentrarme y pasear un rato por los campos de café, cuerdas y cuerdas de tierra con plantas bien copadas de joven grano verde, lejanos aún a su madurez. Tras recorrer un buen trecho del sendero vi un hombre que con paso lento y torpe se acercaba, aunque lo que realmente vi fue un montón de leña y bajo ella a un hombre con una cinta contra la frente de donde colgaba todo el peso que caía contra su espalda. Yo le saludé, él se detuvo y me comentó que tenía sed y que le dolía horrores la espalda, que venía de muy lejos de cortar aquella leña, lejos de esas haciendas privadas, de arriba de la montaña y que aún le quedaba mucho para llegar hasta su casa, que con cinco quetzales podría cargarla en un tuk-tuk y así llevarla. Yo le pedí que parase y descansara, que yo tenía agua, que yo le daría lo que necesitaba para tomar ese tuk-tuk hasta su casa. Le ayudé a posar su enorme carga y tras tomar aire y beber agua me contó. Me habló de su pobreza, de sus cuatro hijos, de que no tenía ni una cuerda de tierra, de que sólo le quedaba dedicarse a la leña, que una iba a su casa para poder cocinar y otra para venderla, que por ese montón que le llevaba todo el día prepararla y traerla recibía no más de 30 quetzales (3 €). En época de cosecha de café recibía esa misma cantidad como jornal por trabajar de 7 de la mañana a 4 de la tarde, que también trabajaba a veces fumigando plantaciones, que era muy dañino para sus ojos, que cada vez veía peor. Me volvió a hablar de su dolor de espalda y de esa muela que tenía inflamada, también me contó sobre su Dios y su destino. Me preguntó de donde yo venía y me contó que le gustaba España, sus equipos de fútbol, que él los apoyaba, que eran bravos y valientes... yo mientras le miraba y pensaba que no era necesario que me contara aquello último, que a mí también me dolía ya el alma. La tarde mientras del todo se iba, le di mi mísera limosna para el tuk-tuk, le ayudé a cargar su espalda, le deseé suerte y me sentí aún peor. Vi como se alejaba lento por el camino, la leña apilada superaba con creces su altura, a un lado del haz de leña una bolsa vacía colgaba también de su espalda, imaginé que portaría su almuerzo en la mañana, ahora ya vacía como su estomago y quizás también mi alma, por un momento reparé en el exterior de la bolsa, bajo el polvo y a todo color, la imagen y el nombre de Cristiano Ronaldo imponente resaltaba.


jueves, 24 de abril de 2014

Sonríe poco la gente en los aeropuertos

        —Sonríe poco la gente en los aeropuertos —con la complicidad de un desconocido te sorprendo, mientras tu mirada prudente maldice al cliente que con aire de triunfo se aleja de tu caja, quizás consciente de que su impaciencia supo desvelar tu calma.
 
         Sin levantar la cabeza de tu tarea creo leer una sonrisa en tu boca que al final transformas en pregunta:
         —¿Qué va a tomar?
         —Un cappuccino largo, por favor.
         —Son 18 shekels ¿me dice su nombre?
         —Carlos —te doy un billete y tú me devuelves el cambio.
         —Puede pasar por la barra a retirar su bebida cuando le nombren... que tenga un buen vuelo.
         —Gracias… —y a continuación mi boca añade tu nombre, ese que entre tu pelo asoma, pendiente de un alfiler clavado a tu blusa, que intuyo planchaste con prisa, quién sabe si por una buena causa, o tal vez por desgana o simplemente al saber que llegabas tarde al trabajo. Vuelves a sonreír, esta vez mirándome a los ojos, quizás sorprendida de oír tu nombre en acento extraño, y creo ver durante ese tiempo de miradas ajenas que concurren un espacio vital donde nos reconocemos humanos, cada uno con sus nombres, sus antojos de café, sus horarios de oficina y sus prisas que dejan su huella en camisas medio planchadas.
         Seguidamente me encamino hacia la barra donde alguien tras pronunciar mi nombre convertirá ese ticket que le entrego en un café de aeropuerto, que aunque de sabor y aroma limitados al menos con solvencia suficiente como para aliviar mi espera. Es justo antes de perderte de mí foco de visión, ese que define el instante presente de nuestras vidas, cuando sutil y curioso reviso tu gesto. La breve huella de una sonrisa reciente en tu boca parece haber olvidado que unos segundos antes andabas prudente maldiciendo… y yo camino hacia mi destino y sonrío… esta vez sin saberlo.
 

jueves, 20 de marzo de 2014

Ella era de hielo

Ella era de hielo, retazo de un invierno que vino largo y en él la conocí, en el pasar de una noche, sentada, sola, junto a una fuente helada… el caso es que la vi, la miré, nos miramos… no recuerdo ahora quien sonrió primero, aunque seguramente fue ella sorprendida ante mi intención de prestarle mi abrigo. Ella lo excusó: “gracias, no es necesario… las heladas me hacen bien”, creo que fue en ese momento al mirarnos cuando su brillo se alojó en mi cabeza, allí donde aún sigue.

Recuerdo que siempre paseábamos en la noche, amparados por la luna y su frío. La escarcha en su piel acicalaba su invierno, aquel mismo por el que nunca quise preguntar, justo ese del que ella nunca hablaba… Ella era bella, jodidamente bella, y yo encandecía a su lado sólo con mirarla… y así fue como, poco a poco y noche tras noche, comencé a desearla… noche tras noche… noche tras noche… para al final acabarla amando como yo creía que ya no se amaba… como nunca antes había amado.

Ella era de hielo, tan de hielo como inevitable que pasara… y al final pasó. Fue de noche, nuestro único y posible escenario, rozando ya la madrugada, a esa hora en la que ella se perdía en la última oscuridad nocturna, a la misma hora en la que yo me sentía el hombre más desahuciado del planeta... Fue en ese momento en el que ella, como tantas veces, hacía su habitual gesto de despedida, ese al que nunca había sido capaz de acercarme… el mismo al que ella nunca me dejo aproximar. No recuerdo muy bien cómo comenzó todo, creo que al principio fueron mis brazos, que hartos de tanta razón se rebelaron y detrás, siempre condescendiente, fue mi cuerpo… y ahí los tienes, por un instante, hielo (ella) y fuego (yo) abrazados, como si pretendieran redimirse de tanto antagonismo pretérito… unidos en tan único como imposible elemento... No sé cuánto tiempo duró ese abrazo pero recuerdo perfectamente lo que vino después. Al principio creí que eran sus lágrimas y al abrir los ojos me descubrí empapado. La primera luz del día me trajo mi rostro desde el suelo reflejado en un charco… Ella ya no estaba… yo nunca la vi marcharse…  alguien desde algún lugar comentó que la primavera al fin había llegado.
 

domingo, 9 de marzo de 2014

De milagros y rutinas

Será ese gesto
que regresa a mi cara
cuando vuelves
con el final de la jornada
yo te sonrío
y tú tan guapa

Será la risa
desvelando nuestras ganas,
estate quieto
y mis brazos enredándose
en tu encuentro
- ¡te eché de menos!…

Es la rutina de este milagro
entre tú y yo
un universo en nuestras manos
para los dos

Será el querernos
tal y como nos gustamos
con ese tiempo
que tanto supimos darnos
tiempo sin prisa
tiempo salvado

Serán los besos
que regresan a los labios
reconocernos
para luego reinventarnos
como un principio
siempre empezando

Es la rutina de este milagro
entre tú y yo
un universo en nuestras manos
para los dos

Y tu boca es un quizás
mi diario de certezas
esos cuadros por pintar
y tu risa lo demás
equilibrio en los espejos
estribillo de este sueño
la vida junto a ti.

Canción dedicada a todas esas parejas que a pesar de los años que llevan compartidos, la única rutina que en lo personal les afecta, es la constatación de ese milagro que día tras día se repite...


 

miércoles, 5 de marzo de 2014

Largo, camino largo

Cuando me falte el aire
cuando no tenga fuerzas ya para decirte
que los años ¡ay hermano!
no, no pasan en balde

Huelo, aún su invierno
de nieve blanca se cubrió aquella estación
en un adiós, ¡por Dios no puedo!
Te oí gritar, todo tembló
sólo se vio un humo incierto... un humo incierto...

Un pasado, eterno presente
mes de enero, Canfranc estación

Junté mis manos y grité seré capaz
si hay algo más fuerte que el amor es la necesidad

Largo, camino largo... largo
largo, camino largo

Sí, sí, aún recuerdo
perfectamente a ese niño preguntando
¿por qué nos vamos?
nadie responde...

El silencia temblaba en los labios
mes de enero, Canfranc estación

Junté mis manos y grité seré capaz
si hay algo más fuerte que el amor es la necesidad

Largo, camino largo... largo
largo, camino largo

Cuando me falte el aire
cuando no tenga fuerzas ya para decirte
que los años ¡ay hermano!
no, no pasan en balde