martes, 12 de abril de 2016

Historia de José

La historia sucede tal cual la cuento, de primera mano, sin filtros ni intermediarios y a pocas lunas de la que su luz ahora cuela por mi ventana. Semana Santa 2016 en una aldea del litoral alentejano portugués, junto a la costa Vicentina. Uno de esos pocos espacios naturales de nuestra península ibérica compartida que aún supimos respetar, que nadie hasta la fecha resolvió que su estética natural precisara ser hormigonada ni alicatada. Agreste litoral, bravo, escarpado, rocas como cuchillas que se clavan en el mar soportando las embestidas de un océano Atlántico a largos ratos enfurecido.

La aldea era una de tantas aldeas blancas que visitamos en aquellos días, espacios de paz y de tiempo detenido. Nuestro vecino de al lado, José de nombre, nacido en aquella casa en 1936, como pronto nos explicó, emigró como tantos otros a finales de los cincuenta a una industrializada y ya efervescente Barcelona, allí además de mucho trabajar se casó, tuvo varios hijos y hacía no demasiado tiempo que había enterrado a su mujer. Le gustaba regresar a su aldea natal portuguesa donde pasaba largas temporadas cuando el frío y la humedad remitían, dando así una tregua a esos huesos que tan duro trabajaron. Prueba de ello, y de esa vida que pronto avisó que no fue fácil, eran esos dos dedos que de una mano le faltaban… pero ahí estaba José, a sus 80 años, sentado al sol de la tarde, junto a la puerta de su pequeña casa que también fue la de sus padres, observando el pasar lento del tiempo en los pueblos, donde aparentemente sin que parezca que ocurra nada, acaba aconteciendo todo.

Dormíamos en la casa de al lado, pared con pared con lo que entendíamos debía ser su salón. Lo entendimos desde la primera noche en la que a través de nuestra pared surgía una música a un volumen extremadamente alto, indicativo de una severa sordera imaginé, aunque lo cierto es que no lo había notado cuando no hacía tantas horas hablé por última vez con José. Viejas canciones de baile popular, de orquesta, de verbena de pueblo, una y otra vez sonando. La tercera de las noches el ruido ya era insoportable y pasaban largo de las tres de la mañana, y en aquellos días de retiro tras meses de trabajo, descansar se hacía más vital que necesario. Comencé golpeando “cariñosamente” la pared de la habitación, ninguna respuesta, más fuerte, lo mismo, luego zapatilla en mano, seguía sin obtener respuesta. Salgo finalmente fuera y voy a su puerta que golpeo y a voz le llamo, nada…, y la misma respuesta obtengo junto a la ventana en la que el ruido alcanzaba su máximo. Vuelvo desesperado a su puerta, giro el picaporte y veo que estaba abierta. Sonrío, la confianza y la paz de los viejos pueblos, donde aún siguen sin existir cerraduras ni llaves… cada uno con lo suyo, lo que no implica a lo suyo, que respetar la propiedad ajena nada tiene que ver con no conocer de los pormenores de la vida del otro que, al fin y al cabo, allí todo es compartido. El sueño, mezclado con cierta preocupación y una extraña confianza me hace entrar en la casa. Oscuridad. Pronto mi nariz repara en un espeso olor a cerrado, a falta de limpieza, olor de una casa que hace tiempo que dejó de abrir sus ventanas, que ya no mira hacia afuera. La luz de la calle que se cuela por la puerta entreabierta me permite llegar al salón para encontrarlo allí, en el sofá inmóvil, los ojos bien abiertos, fijos en la nada, mi aire se corta.

Me acerco a él, el movimiento leve de su pecho me tranquiliza y me permite tomar aire a mí también.

– José… disculpe, ¿se encuentra bien?... es muy tarde y… –no obtengo respuesta alguna. Su gesto no cambia, su mirada continua al frente, a la oscuridad más absoluta que allí habitaba, a la nada. – José… –de repente su mano se mueve inesperadamente ágil, aferrándose a mi brazo.

– ¡Mírala! acaba de llegar… es ella. –Yo me asusto ante aquella súbita reacción, que entendí debía tratarse de una pesadilla, delirio o ensoñación…

– Tranquilo José, todo está bien… pero la música tiene que bajarla… son más de las…

– Es ella… ella… ¡mírala!...

Noto como aprieta aún más mi brazo y, de repente, la oscuridad frente a mí comienza a tornarse de negro a gris, para luego dar lugar a contrastes, brillos, sombras… resolviendo finalmente formas que se empiezan a definir, formas que parecen moverse al compás de la música atronadora que continúa inundándolo todo. Todo pasaba tan rápido que no tenía tiempo ni para interrogarme sobre tamaño absurdo, pero ahí está, veo un baile. Un baile con orquesta, baile de fiesta... de plaza del pueblo, gente danzando al compás de la música, risas, cantos, carreras de niños entre la gente, los zapatos grises de la tierra que arrastraron. Un madre que corre tras uno, dos abuelas que bailan abrazadas, una joven que ríe y comparte alguna confidencia con su amiga que la acompaña mientras parece mirarnos.

– Es ella… María… mírala que bella, apostaría todo a que habla de mí… –José continua hablando sin alterar nada su gesto.

Yo no soy capaz de articular palabra.

– Todas las noches… siempre que vengo, siempre coincide con luna llena, vuelve este día....

Yo sólo pienso que esto es una locura, pero a la vez que lo pienso lo veo, y ese ver hace que este delirio compartido se me torne certeza. Porque ahí está, como una ventana que el tiempo hubiera abierto ante nosotros, cómo una película antigua de recuerdo. La orquesta continúa su repertorio continuo de bailes y canciones que yo ya llevaba rato escuchando, un joven apuesto se acerca y pide un baile a la mujer que parecía observarnos y murmurar.

– Es él… él no la quiere, quizás por eso no teme su rechazo, ella esperaba mi decisión que nunca llegó… y a mí me gustaba tanto… la amaba de tal manera que hasta me sonrojaba de pensarlo. Ella nunca se dirigió a mí, nunca me dijo nada, pero ese día ella esperaba que yo me acercara, que pusiera fin a tanta mirada e indecisión, y ahí está de nuevo esperando.

 –¿Por qué no te acercas?

– No puedo…

 – ¡Claro que puedes! –En ese momento giro mi cabeza y observo a José y me encuentro un joven de unos 22 años, camisa blanca de domingo abrochada hasta el cuello, pantalón gris con el fondo remangado, el pelo peinado con gel denso, mirada de joven asustado y a la vez enamorado del espectáculo de un mundo que no hace tanto que comenzó a admirar. Vuelvo de nuevo mi foco a la escena, María baila con el joven que se le había acercado, baila pero no sonríe. Termina el baile, amable se despide de su acompañante que parece no querer irse de su lado. Vuelve con su amiga, luego se acerca una mujer que podría ser su madre, algo la dice y de nuevo mira hacia donde estamos. Veo una gota de sudor rodar en la frente de José.

– Vamos José… ella te espera, quiere que la invites a bailar, te está esperando. Debe llevar toda una vida esperándote, la luna que hoy tenemos es la misma, tú eres el mismo… y ella también, ella todavía te espera y quizás no siempre sea todavía… quizás llegue el día en que este momento no se repita más. Vamos José…

Nunca me he considerado una persona con gran capacidad de persuasión, quizás más bien lo contrario, de obstinado puedo llegar a provocar la reacción opuesta a mi mejor intención. Pero el caso es que José finalmente se mueve, arranca, tembloroso, pero arranca y camina hacia ella. Yo sonrío. Se acerca a ella, la amiga se aparta, ella le mira sorprendida como si llevara mil lunas esperándolo, y quizás así sea… será esta la razón por lo que a ella, aunque intenta disimilarlo, se le escape una sonrisa. Él le dice algo al oído y luego abre sus brazos en disposición de baile. Debió ella decir que sí, pues ambos bailan ahora con la orquesta. Con cierta torpeza, imagino que con el miedo a no cuadrar sus pasos, José muestra algo de rigidez en su porte… bueno, lo cierto es que yo no atinaría a afrontarlo mejor.

La canción se alarga, José al final dice unas palabras en el oído de ella. Yo, voyeur de la escena, intentando adivinar el gesto de su cara, pero no alcanzo a verla. La canción acaba, José amable se despide y luego vuelve a mi lado… cómplice me sonríe. Se sienta de nuevo junto a mí y es en ese momento cuando la orquesta comienza a bajar su volumen, la imagen comienza a difuminarse, otra vez los grises, las sombras, la indefinición, la oscuridad, la noche. La luz que entraba por la puerta que dejé entreabierta me devuelve de nuevo al primer José, al abuelo que conocí, al que encontré allí sentado en su sillón y creí por un instante que yacía sin vida.

– ¿Qué ha ocurrido? –confuso pregunté.

– Ya está. Al final lo hice. Gracias… estoy cansado… vayamos a dormir, a ti te esperan… buenas noches. Sin decirme más comenzó a retirarse hacia lo que sería una habitación, lo hacía con paso lento, dolorido, pesado, pero conociendo bien su camino, la casa de uno al fin y al cabo.

– José ¿qué le dijiste? –no pude evitar preguntar.

Él se detiene unos segundos, finalmente lentamente se gira y parece buscarme con la mirada, su gesto denota cansancio sumado a que la luz que le llega de frente parece molestarle.

– Cuántas veces soñé con este momento… y cuántas me maldije por no haber sido capaz… Siempre que vuelvo a esta casa se me aparece y vuelvo a fracasar… a ni siquiera moverme… Pero hoy sí… seguramente gracias a ti… y cuando al fin la sentí en mis brazos, cuando respiré su perfume y noté su olor entrando en mi cuerpo, su risa nerviosa sumándose a la mía... Justo en ese momento me di cuenta de todo, y al final le dije gracias, gracias por ese baile… y me fui.

– ¿Gracias?… ¿y nada más? –me resultaba imposible no seguir preguntando.

– Lo cierto es que la soñé una vida. Pero cierto también es que, gracias a que nada tuvimos, acabé emigrando, me fui de esta aldea, llegué a Barcelona, hice grandes amigos, amigos que mucho en la vida me acompañaron… también allí conocí a la que fue mi mujer, tuve hijos que tanto me dieron también… Eso lo sentí más que nunca en el momento en el que ella me concedió ese baile, cuando la sentí a mi lado, cuando pude estar por un instante en el lugar donde tantas veces maldije no haber llegado. Fue justo ahí cuando me di cuenta que nada debía de ser cambiado, la vida fue la que fue, no quería cambiar nada… Bueno... algo quizás sí… antes de irme le susurre que aquel tipo que sobrevolaba la escena no era de fiar, que se guardara de su prosa… bien sé a lo que me refiero... espero no haber en exceso la historia alterado. Buenas noches… es hora de dormir.

José desapareció tras la sombra de su habitación y yo tras unos segundos me puse en pie y regresé a la casa contigua. Con el corazón aún acelerado y los pies helados me metí en la cama. – Ya no se oye la música… –ella me susurró al oído. Yo sonreí y la abracé con la fuerza que me quedaba... luego me acurruqué a su lado… no debí tardar mucho en caer dormido… no recuerdo ahora si soñé algo.

Tras aquello los días pasaron, fueron días de descanso… días lentos de noches tranquilas, noches sin ruido… a lo sumo el sonido del viento acariciando las teclas del viejo tejado.