sábado, 27 de abril de 2019

Taxi

Cuando llegó a la parada de taxi del aeropuerto, vio que iba a tener que esperar más de lo habitual, lo que sumado al retraso del vuelo, haría que llegara a casa más tarde de lo deseado. Desde el móvil canceló el pádel con sus amigos, pero no la cena con Alicia. Llevaba unos días de viaje y tenía curiosidad por volver a verla. Tampoco pensó mucho en la razón de esa curiosidad.

–En tu seguridad radica tu poder –aquella mujer le dijo dos noches atrás, en la habitación del hotel donde celebraban el congreso al que acaba de asistir, y donde él era uno de los más destacados ponentes.

No es sólo mi seguridad… es que tengo razón –y rompió a reír, mientras ella con su pie golpeaba su costado y, girando sobre la cama, se levantó camino del cuarto de baño.

Siguió recordando en la parada de taxi. Había salido todo perfecto y su ponencia sería recordada como magistral. Sabía que el trabajo que presentaba en aquel congreso mundial de oncología iba a tener mucha repercusión.

 –En la metodología que usted propone cabría siempre la posibilidad de explorar una vía menos agresiva y que pueda permitir al paciente, tras su tratamiento, mantener la totalidad de su capacidad auditiva –ella comentó desde las primeras filas de la sala.

Disculpe señorita, pero este método puede prolongar la vida de la persona de dos a cinco años. Creo que la prolongación de la vida está muy por encima de esa capacidad que usted pretende proteger. No considero que, en ningún caso, se deba comprometer lo primero en aras de lo segundo; que además, en nada estaría asegurado –comentario al que siguieron algunos murmullos suspicaces entre el público.

Perdone si le ofendió mi osadía, doctor –le dijo durante el cóctel de la tarde la joven doctora. Él se giró y la miró, sonriendo al ver que era la misma que le interrogó en la mañana durante su ponencia. Ella continuó:

–Creo que su respuesta fue algo brusca y la propuesta que le lanzaba al menos debería valorarla. ¿Siempre responde así cuando alguien le cuestiona sus métodos? –inquirió ella cambiando el tono de su voz por uno más seguro e incisivo.

Siguió, en la cola de taxi, recordando lo que vino después hasta llegar a la habitación del hotel. Sonreía su ego en la boca, mientras escribía mensajes en su teléfono.

–Vamos… que no tengo todo el día –un taxista desde el segundo carril le reclamaba. 

Caminó hacia él y le entregó la maleta. Subió al taxi sin decir nada y seguidamente le dio la dirección.

–Joder… vaya día que llevo… dos horas esperando un cliente y me dice usted ahora que va aquí al lado… ¿Cree usted que me merece la pena tanto tiempo esperando para esta carrera?

–Eso lo tendrá que valorar usted. Así es la vida amigo, vivo ahí… –sin mucho afán respondió mientras seguía con los ojos enredados en la pantalla de su móvil.

Algo debió mascullar el taxista desde su asiento pero él no prestó ninguna atención. Siguió recordando la conversación con la joven doctora tras la cena.

–He leído varios trabajos suyos y debo reconocer que, junto con los del doctor Brown, son los que más luz están arrojando actualmente. No obstante, considero que esto no impide implementar en paralelo nuevos procedimientos que, a su vez, podrían abrir nuevas esperanzas y reducir el padecimiento de los pacientes tratados. 

 –¿No le parece a usted suficiente esperanza seguir viviendo entre dos y cinco años más a quien ya se daba por desahuciado? 

–La sordera ahoga… ¿ha oído alguna vez a Bach doctor?

–La vida ahoga joven. La vida es dura.



–Joder… lo que acaba de hacer ese tío… ¿Qué le parece? Está claro que la carretera esta llena de cabrones y locos. No se hace una idea de las ganas que tengo de dejar este puñetero oficio. ¡Pero míreles! ¡Con éstos es imposible dejarlo! –el taxista ahora sonreía señalando a una foto que tenía en el salpicadero, donde se podía ver a dos chicos de unos trece y quince años, haciendo muecas a la cámara –¡No se hace usted una idea de lo que comen éstos! Si no fuera por los chavales que aún necesitan de mi sueldo… ¡joder! ¡hasta los cojones estoy ya del taxi y de aguantar capullos todo el día!

Luego puso la radio donde un periodista daba las noticias. No tardó ni un minuto en volver a la carga.

–¡Vaya panda de ladrones que tenemos al frente! ¡Estamos dirigidos por la banda de Alí Babá! ¡Una auténtica panda de hijos de puta! Dígame: ¿Para qué trabajo yo doce horas al día y pago mis impuestos?

El doctor sentado atrás levantó la cabeza, iba a decir algo… observó el perfil del hombre. El retrovisor le hacía ver el gesto cansado del taxista, sus ojos hinchados y llenos de arrugas, debería andar cerca de los sesenta. Luego su olor también le llegaba. Ese olor desagradable le llevó a recordar a algunos pacientes en estados avanzados de enfermedad.

Observó unas manchas en un lateral de su sien. Escuchó también su respiración entrecortada sumada a una fea tos a cada rato. Coloración amarillenta en sus ojos… creyó observar también en el retrovisor. Posible tumor en el pulmón con metástasis en piel, pensó. Tenía esa rara costumbre de realizar diagnósticos rápidos, simplemente observando. Diagnósticos que, aunque pudieran finalmente no ser ciertos, le transmitían cierta seguridad y control sobre los demás. No más de seis meses de trabajo en ese taxi le auguraba…

A veces fantaseaba con la idea de descifrar, en un solo vistazo, el código genético de la vida y con ser capaz de predecir el futuro de la gente; y en cierta medida, el suyo propio creía salvaguardar llevando una vida obsesivamente sana. Lo cierto es que casi siempre acertaba con sus pacientes, pero nunca se lo comunicaba hasta que no era absolutamente necesario, nunca aprendió como hacerlo. La empatía nunca fue su virtud. Pero lo cierto es que desde la segunda consulta ya podía predecir en qué y cuando acabaría esa historia. En tu seguridad radica tu poder… le vino el recuerdo de las palabras de la joven doctora.

–¡Otra vez el mismo tema! ¡Harto estoy de oírlo! ¡Todo el puñetero día! Pues mire usted… si quieren independizarse… ¡pues que se independicen! Eso sí… ¡qué paguen todo lo que tengan que pagar! Esto lo arreglaba yo… –el taxista en su monologo seguía, ahora peleando con la radio.

Suerte que ya estaban llegando a su destino, pensó el doctor desde el asiento de atrás.

–Caballero… disculpe. Permítame que le dé un consejo. No se lo tome todo tan en serio. Relájese un poco. Intente disfrutar más de la vida, mire que esto pasa volando–. "Amigo, no debe quedarte mucho”, pensó.

Te veo en un rato” escribió en un mensaje en su teléfono, mientras sonreía, quizás imaginando ya cómo acabaría la velada con Alicia.

–Es el portal que se ve justo pasando la siguiente esquina. Ahí junto al paso de cebra puede dejarme… justo donde aquellos chavales–. Chavales que, ajenos a esta conversación, jugaban al futbol en la acera. Dos de ellos vestían camisetas de Messi y Ronaldo.

Se bajó del taxi. Cogió la maleta. Se acercó a la ventanilla del taxista y tras pagarle le miró con cara de “vaya-viaje-que-me-has-dado” 

–¡Siiiiiiiiiiiiiii! –gritó uno de los chicos tras marcar un gol, mientras hacía ostentosos gestos. El doctor giró su mirada hacia el chaval mientras comenzaba a cruzar la calle a la vez que recordaba que, de pequeño, él también quiso ser futbolista.

La sordera ahoga… ¿ha oído alguna vez a Bach doctor?”. Recordó mientras volaba por los aires. El impacto contra el suelo fue brutal. La cabeza fue lo primero que golpeó contra el asfalto. Un golpe seco que sonó y silenció por un instante la calle. El niño que gritaba dejó de celebrar. Mientras la maleta continuaba sola rodando calle abajo y un hilo de sangre, brotando de la cabeza del doctor, parecía querer ir tras de ella.

–¡Dios, qué hostia! –se oyó dentro del coche gritar al taxista. El coche que circulaba por el segundo carril, y que acababa de atropellar al doctor, logró finalmente frenar. Demasiado tarde. El conductor dejó caer de su mano el teléfono móvil, mientras su cara desencajada ahogaba el grito del que sabe que su vida, a partir de aquel instante, ya no volvería a ser la misma.

–¡Dios, qué hostia! ¡Dios, qué hostia! ¡Lo ha matao fijo! ¿Pero es que no lo has visto? –siguió gritando el taxista mientras abría la puerta del taxi para salir en ayuda de ese que yacía tirado en la carretera–. Joder, joder, joder… ¡vaya puto día que llevo!