viernes, 20 de noviembre de 2020

Hugo

El enfermero entró en la habitación y observó a la anciana dormida. Revisó su gotero, anotó la temperatura y comprobó que el desayuno seguía intacto sobre la mesa.

—¿Esta mujer siempre está sola? —preguntó a su compañera que desde la puerta le observaba.

—Casi siempre. No tiene familia. Sólo una amiga que de vez en cuando pasa a visitarla. ¿Qué tal estás Julio? Últimamente apenas hablamos.

—Estoy bien Eva —y sin añadir más pasó delante de su compañera para continuar su ronda. Le gustaba trabajar los domingos. Especialmente los domingos por la mañana. Todo parece más tranquilo. Hasta la gravedad, en esas horas, parece conceder una tregua a los enfermos.

Entró en la siguiente habitación y al hacerlo arrimó sutil la puerta, buscando intimidad en su rutina y quizás también distancia con lo de fuera. El paciente estaba dormido y Julio se detuvo unos segundos junto a su cama. Observó que temblaba, como si estuviera sumido en una pesadilla. No tenía fiebre. Le tomó la mano y con suavidad se la apretó, el enfermo poco a poco se fue calmando. Cuando le vio más tranquilo volvió a salir. Eva parecía estarle esperando.

—Julio estamos hablando de tomar algo esta tarde, a la salida. Podrías apuntarte —con poca convicción le propuso. Había un cierto dolor en su cara y bastante desaliento también.

—Otro día Eva. Igualmente, gracias.

Julio, tras detenerse unos segundos, decidió volver a la habitación de la mujer, pues imaginó que seguiría sin tomar el desayuno. La encontró despierta y agitada.

—Por favor, ayúdeme… necesito ayuda. Tengo que encontrar a Hugo—. Con una voz tenue y sin apenas aire la mujer con mirada desesperada suplicaba.

—Tranquila… todo está bien —le dijo tomándole la mano—. Vamos primero a desayunar y luego le buscamos. Primero es usted.

—Hugo… mi hijo. Ayúdeme. Me lo robaron. Octubre 1975… clínica de Santa Cristina. Yo lo vi. No estaba muerto al nacer… lloraba. Vi como se lo entregaron a un matrimonio al día siguiente… Yo no podía correr... tengo que encontrarlo.

Julio soltó de golpe la mano de la mujer y sintió en su interior una descarga eléctrica, como si un rayo le atravesara. Se giró y sin pensarlo se metió en el cuarto de baño de aquella habitación. Cerró la puerta y empezó a toser con fuerza. Sintió que se ahogaba. Poco a poco fue recobrando el aliento. Nunca olvidó el día en el que sus padres, tras años de preguntas, le contaron la verdad. Nunca fue capaz de perdonárselo. Él no era hijo de ellos. Nadie le explicó cómo lo habían adoptado. Sólo que un médico conocido de la familia contactó con ellos. Siempre le decían que entendiera que su vida hubiera sido muy dura. Que jamás tendría todo lo que tiene, ni estudiado esa carrera, ni gozado de esa vida. Pero la verdad es que él no tenía nada. Sólo un gran vacío. Una rabia negra ocupando un enorme pozo vacío al que a nadie dejaba nunca asomarse. A Eva tampoco.

Esa noche al volver a casa no pudo dormir nada.

A la mañana siguiente volvió al hospital. Tenía el mismo turno. Al entrar en la habitación vio que la mujer estaba peor. Casi no podía respirar y notó que estaba agonizando. Ella apenas abría ya los ojos y desde la cama se removía. La falta de aire le producía un sufrimiento inmenso. Él se acercó y le acarició el pelo, suave, con cariño. Le besó la frente y después se aproximó a su oído.

—Mamá. Soy Hugo. Estoy aquí contigo. Gracias por buscarme. Llevo mucho tiempo tratando de encontrarte. Te quiero mucho, mamá. Ahora estoy aquí contigo y ya nunca me iré.

Ella quedó congelada. Parecía que había dejado de respirar. Luego retomó el hilo de aire que aún le quedaba. Su rostro poco a poco fue cambiando el gesto. Un atisbo de sonrisa comenzó a reflejarse en su cara. Se llenó de paz y así siguió las horas que transcurrieron hasta su último suspiro, con Hugo junto a ella, de su mano hasta el final.



sábado, 7 de noviembre de 2020

Un domingo en el parque

 —…la cultura y esas cosas para el que les guste.

—Pues yo una vez fui a Numancia y cuando al llegar vi todo aquello lleno de piedras… vaya, que ni entré.

—¿Y qué dices de la Lucía que en plena pandemia se acaba de ir a Egipto?

—Uy, yo ahí no voy ni de coña.

Eran tres mujeres y su conversación. Estaban situadas en aquel banco justo delante de mí, junto al templo de Debod. Sus edades debían andar por los sesenta años. Llegaron hace un rato mientras yo leía y esperaba la hora del atardecer. Me gustan los atardeceres. Siempre he pensado que la plenitud de la existencia se podría medir por el número de atardeceres contemplados. El caso es que, desde que se sentaron en aquel banco frente a mí, mi cabeza sólo podía atender a su conversación.

—Yo cuando salí de mi pueblo y fui por primera vez a Albacete, allí sí que fue mi felicidad. Recuerdo la primera discoteca a la que fui, tenía unas luces como de pelusilla… Yo llevaba unas pintas, madre mía, recuerdo que pensaba: “como llegue a casa así y mi padre me vea.” Fijaos, qué paleta era yo. Y ahora, cuando veo esos ombligos al aire…

—Oye María, ¿qué es eso de luz de pelusilla? —una de ellas, guiñando un ojo a la que permanecía en silencio, preguntaba.

—Ay chica, así… como de pelusilla.

Un vigilante toca el silbato y hace gestos a unos chicos que se habían metido en el estanque seco a sacarse unas fotos con el templo de fondo.

—Es por el coronavirus —comenta una de ellas—. Así andamos por cuatro descerebrados… —y las demás con su gesto corroboran.

Se hacen unos segundos de silencio. Yo me quedo pensando en la relación entre el coronavirus y la prohibición de la foto. Antes de que mi mente concluya nada, de nuevo se retoma la conversación:

—Pues yo me acuerdo mucho de los viajes que hicimos cuando mi marido se compró el coche. Íbamos por ahí a comer los domingos. Salamanca, Torrelavega… esas paellas en un merendero a las afueras de Mejorada del Campo. ¡Tengo fotos! Recuerdo que uno de aquellos días nos cayó una tormenta y la Lucía nos acababa de contar que estaba encinta. Calla, que estaba sin casar. ¡Eso sí que fue un chaparrón!

—Qué buenos tiempos aquellos y qué bien lo pasábamos—comentó la tercera amiga que aún no había intervenido en la conversación—. Yo me acuerdo un día visitando el pueblo de Bezoya… o Lozoya, no recuerdo ahora cómo se llamaba el sitio, ya sabéis que a mí tampoco me dio nunca por la geografía ni por la historia. ¿Veis ese perrillo? Pues así era el mío. Pero qué rico es. Igualito que ese era mi Camilo.

En ese momento cruza por delante de nosotros una mujer que pasea a dos perros, uno blanco y otro negro; lleva un vestido de flores, bien corto y ceñido a su trasero. Ellas hablan de los perros, pero miran su falda y sus caderas moverse. Yo también las miro. A mí nunca me gustaron los perros.  

—Oye pues que tu Paco, que tan estudiado estaba, te hubiera dado más geografía e historia en lugar de tantos hijos.

Dos de ellas rompen a reír con sonoras carcajadas. La tercera, foco de la broma, simuló un gesto serio, como de enfado y después decidió concluir el debate.

— Venga señoras, vámonos con la música a otra parte.

—Pero antes tenemos que hacernos una foto.

—Oiga joven. ¿Le importaría hacernos una foto?

El caso es que yo ya llevaba un rato haciendo la foto, pensé. Luego sonreí, asentí agradecido por lo de “joven” y les hice la foto con el teléfono móvil de una de ellas.

Se levantan de su asiento y continúan su camino. Yo sigo en el banco y nuevamente retomo la lectura de mi libro. Unos minutos después vuelve a pasear caminando la mujer del vestido ceñido de flores y se sienta en el banco, justo enfrente de mí.  Yo me adentro en la tarde y en el libro. Al rato vi que tanto la mujer como el sol ya se habían ido. Otro atardecer que me pierdo. Malditos libros.

Foto por Bicanski en Pixnio