El enfermero entró en la habitación y observó a la anciana dormida. Revisó su gotero, anotó la temperatura y comprobó que el desayuno seguía intacto sobre la mesa.
—¿Esta mujer siempre está sola?
—preguntó a su compañera que desde la puerta le observaba.
—Casi siempre. No tiene familia.
Sólo una amiga que de vez en cuando pasa a visitarla. ¿Qué tal estás Julio? Últimamente
apenas hablamos.
—Estoy bien Eva —y sin añadir más pasó delante de su compañera para continuar su ronda. Le gustaba trabajar los domingos. Especialmente los domingos por la mañana. Todo parece más tranquilo. Hasta la gravedad, en esas horas, parece conceder una tregua a los enfermos.
Entró en la siguiente habitación
y al hacerlo arrimó sutil la puerta, buscando intimidad en su rutina y quizás
también distancia con lo de fuera. El paciente estaba dormido y Julio se detuvo
unos segundos junto a su cama. Observó que temblaba, como si estuviera sumido
en una pesadilla. No tenía fiebre. Le tomó la mano y con suavidad se la apretó,
el enfermo poco a poco se fue calmando. Cuando le vio más tranquilo volvió a
salir. Eva parecía estarle esperando.
—Julio estamos hablando de tomar
algo esta tarde, a la salida. Podrías apuntarte —con poca convicción le propuso.
Había un cierto dolor en su cara y bastante desaliento también.
—Otro día Eva. Igualmente,
gracias.
Julio, tras detenerse unos
segundos, decidió volver a la habitación de la mujer, pues imaginó que seguiría
sin tomar el desayuno. La encontró despierta y agitada.
—Por favor, ayúdeme… necesito ayuda.
Tengo que encontrar a Hugo—. Con una voz tenue y sin apenas aire la mujer con
mirada desesperada suplicaba.
—Tranquila… todo está bien —le
dijo tomándole la mano—. Vamos primero a desayunar y luego le buscamos. Primero
es usted.
—Hugo… mi hijo. Ayúdeme. Me lo
robaron. Octubre 1975… clínica de Santa Cristina. Yo lo vi. No estaba muerto al
nacer… lloraba. Vi como se lo entregaron a un matrimonio al día siguiente… Yo no podía correr... tengo que encontrarlo.
Julio soltó de golpe la mano de
la mujer y sintió en su interior una descarga eléctrica, como si un rayo le
atravesara. Se giró y sin pensarlo se metió en el cuarto de baño de aquella
habitación. Cerró la puerta y empezó a toser con fuerza. Sintió que se ahogaba.
Poco a poco fue recobrando el aliento. Nunca olvidó el día en el que sus
padres, tras años de preguntas, le contaron la verdad. Nunca fue capaz de
perdonárselo. Él no era hijo de ellos. Nadie
le explicó cómo lo habían adoptado. Sólo que un médico conocido de la familia
contactó con ellos. Siempre le decían que entendiera que su vida hubiera sido
muy dura. Que jamás tendría todo lo que tiene, ni estudiado esa carrera, ni gozado
de esa vida. Pero la verdad es que él no tenía nada. Sólo un gran vacío. Una
rabia negra ocupando un enorme pozo vacío al que a nadie dejaba nunca asomarse.
A Eva tampoco.
Esa noche al volver a casa no
pudo dormir nada.
A la mañana siguiente volvió al
hospital. Tenía el mismo turno. Al entrar en la habitación vio que la mujer
estaba peor. Casi no podía respirar y notó que estaba agonizando. Ella apenas
abría ya los ojos y desde la cama se removía. La falta de aire le producía un
sufrimiento inmenso. Él se acercó y le acarició el pelo, suave, con cariño. Le
besó la frente y después se aproximó a su oído.
—Mamá. Soy Hugo. Estoy aquí
contigo. Gracias por buscarme. Llevo mucho tiempo tratando de encontrarte. Te
quiero mucho, mamá. Ahora estoy aquí contigo y ya nunca me iré.
Ella quedó congelada. Parecía que
había dejado de respirar. Luego retomó el hilo de aire que aún le quedaba. Su rostro
poco a poco fue cambiando el gesto. Un atisbo de sonrisa comenzó a reflejarse
en su cara. Se llenó de paz y así siguió las horas que transcurrieron hasta su último suspiro, con Hugo junto a ella, de su mano hasta el final.
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