Él se instaló en septiembre del
año 67 en una vieja pensión del barrio Latino de París y desde allí, y gracias
a su manejo del francés, su destreza social y su aspecto de joven
revolucionario, fue introduciéndose en los sindicatos estudiantiles; y fue así
como, entre consignas a favor de Mao y la libertad, eslóganes y pintadas contra el puritanismo, y muchas carreras
y toma de facultades, fue conociendo desde dentro tanto el movimiento del Mayo
francés como a otros jóvenes españoles que desde ahí contactaban con sus
colegas de Madrid y Barcelona mientras soñaban encontrar bajo los adoquines
arena de playa. Él estaba allí para intentar recabar datos, nombres, lugares,
en fin… información para sus jefes de Madrid. Todo iba según el plan
establecido hasta que apareció ella. Se llamaba Eva: belleza y mirada
despierta, furia juvenil que acabó por calarle hasta lo más profundo. Él no
contaba con enamorarse como lo hizo y eso al final alteró todos sus planes.
Nunca olvidó aquel primero de
octubre en la gare d'Austerlitz. “Tengo
que volver a Madrid. No sé cuándo volveremos a vernos, pero cada primero de mes
y a las cinco de la tarde te esperaré sentado en el café Barbieri de Lavapiés,
ese del que tanto hablamos. No tengo casa ni dirección que darte. Es mejor que
de mí no sepas más nada, salvo que te quiero y deseo pronto encontrarte”.
Después la beso y subió a aquel tren que le llevaría de vuelta a España.
El regreso a Madrid no fue fácil.
Nunca supo de donde habría surgido aquel soplo, pero pronto fue apartado de
todo lo relativo a aquella misión. En los meses siguientes, al igual que las
noticias le mostraban como aquel Mayo francés se desmoronaba, él sufrió todo
tipo de presiones y relevos que al tiempo desembocaron en una depresión que lo
relegó a trabajos de poca monta. Yonquis, prostitutas y torpes rateros de
barrio fueron el centro de sus objetivos a partir de aquel momento.
El tiempo había pasado, pero él
no había olvidado. Era un lluvioso primero de abril, víspera de Semana Santa,
aquel día cuando salió de casa y tuvo un presentimiento extraño. Camino de
Lavapiés notaba todo demasiado cambiado. También percibió, con esa habilidad
que nunca perdió, que alguien le venía siguiendo desde hacía rato. No se
detuvo. Bajó su sombrero, que la tarde de lluvia calaba y apresuró su paso.
Unos metros más adelante, cuando por el rabillo del ojo vio un taxi que pasaba
a su lado, lo detuvo y se subió a él. El taxista quedó sorprendido cuando le mandó
parar tras un extraño rodeo un par de calles después, dando por finalizada aquella
breve carrera que jugaba al despiste. Caminó calle Ave María abajo y al llegar
a la puerta del café Barbieri se detuvo. Se asomó hacia adentro. Ella no estaba
en el lugar en la que juraron un día encontrarse y al que tantas veces había
ido. El reflejo del cristal le devolvió su rostro envejecido por los años, tal
vez demasiados.
Caminó de nuevo a casa. Al subir
la escalera se detuvo junto a su puerta. Estaba entreabierta, alguien debía en
su ausencia haber entrado. Lo sabía. Lo esperaba. La abrió con cuidado y de
dentro del paragüero junto a la puerta extrajo una barra metálica que allí
siempre guardaba. Se deslizó pasillo adelante en silencio, sabía cómo hacerlo. Notó
que su corazón, con los años, latía más rápido. La luz del salón estaba
encendida; se asomó y vio sobre la mesa libros y papeles revueltos. Allí no
había nadie. Luego inspeccionó el resto de la casa y no halló intruso alguno.
El teléfono comenzó a sonar y optó por no descolgarlo. Finalmente se activó el
contestador. “Hola. No estoy en casa.
Puedes dejar tu mensaje después de oír la señal”.
–Manolo, ¿dónde estás? ¿estás
bien? Te vi hace un rato en la calle. Te llamé, pero no debiste oírme. Vi como
tomabas un taxi. Recuerda que mañana quedé en acompañarte a tu revisión. Paso a
las 9 de la mañana a recogerte.
Luego caminó hasta la cocina,
donde junto a la nevera había un papel. Una citación médica donde en negrita
resaltaban aquellas malditas palabras: Unidad de seguimiento de demencias.
Fotografía: París. Mayo 1968
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