—¿Qué coño ha pasado aquí? —preguntó el inspector jefe de policía al entrar en el salón de aquel piso ubicado en una cuarta planta sin ascensor. Resollaba con fuerza. A su pregunta nadie respondió y entonces volvió—. ¿Era necesario disparar?
El finado yacía sobre la mesa junto
a la que estaba sentado y que miraba hacia la puerta de entrada. Una densa capa
de sangre crecía sobre la superficie de madera situada bajo su cabeza y sus brazos
que, como si se trataran de los taludes de una presa, parecían querer confinar
la sangre que brotaba de su cuerpo, como si quisieran detener lo inevitable. Sobre la mesa también había un cuaderno
abierto, donde una elegante caligrafía destacaba en azul sobre el blanco de las
páginas, mientras el rojo de la sangre bordeaba su cubierta.
Frente al cadáver, derecha e
imponente en su más de metro ochenta de altura, estaba la oficial González, con
su arma reglamentaria en la mano, caída, apuntando hacia el suelo, como si
quisiera resbalar hacia allí y escapar; sabedora que de su entraña había
partido la bala que se alojó en algún lugar entre el cuello y la clavícula,
destrozándole seguramente la subclavia y asegurándole una muerte rápida. Dos
metros detrás de la agente, un joven policía contemplaba aterrado la escena.
Llevaba poco tiempo en el cuerpo. Miraba hacia el inspector asustado como queriendo contarle que él
nada pudo evitar, que ella le dijo que había recibido un aviso de aquella casa
y que, tras forzar con suavidad la puerta y llegar hasta el salón, había
disparado a quemarropa contra el que ahora yacía inerte sobre la mesa. Aún a
pesar de no tener la culpa de nada, el joven agente se sabía metido en un buen
lío y barruntaba el final de su carrera; justo ahora que acababa de comenzar.
La estantería tras la mesa del
finado estaba llena de libros y en una de sus baldas sobresalía A sangre fría, curiosa presencia en
aquella escena que ni el mismísimo Capote habría podido imaginar. También sobre
la mesa había otros libros desordenados hasta los cuales la sangre no llegó,
pues un bolígrafo dispuesto al azar se debió interponer en su camino,
conduciéndola al borde de la mesa desde donde goteaba hacia el suelo; sobre unos
papeles caídos, a medio escribir, seguramente borradores de algo que ya nunca
será nada. El inspector jefe tomó de nuevo aire y volvió a preguntar:
—Agente González, ¿puede decirme
qué ha ocurrido aquí?
Ella parecía no oír la pregunta.
Unos segundos más tarde movió ligeramente su brazo derecho, el que sostenía el
arma homicida y luego encogió sus hombros como en un gesto de autodisculpa.
Parecía incrédula con lo que acababa de acontecer y poco a poco su rostro se
fue desencajando. Luego una lágrima resbaló desde su mejilla hasta su labio
superior y fue allí detenida por su lengua. Finalmente habló:
—Estaba escrito —y con el brazo
señaló hacia el cuaderno que descansaba sobre la mesa cubierta de sangre.
El inspector se acercó y movió, con
cuidado de no tocar con sus dedos, el cuaderno abierto y a medio escribir. Entonces
comenzó a leer.