Cuando desperté con el canto de las pardelas en aquella noche de El Golfo, con ese lúgubre y sobrecogedor sonido, que el mismo llanto de un niño parece; me asusté, pues pensé que traía mal augurio. En ese momento sentí una mezcla de soledad y de frío. Todos los miedos son fríos y éste era de esos que se calan en los huesos y, si no sabes detenerlos a tiempo, reparar en su inexistencia y efímero paso, no encontrarás mantas que lo remedien. El caso es que, en aquella oscura noche de agosto, ese miedo se había colado en mi cama.
Debía faltar bastante para las
primeras luces del alba. Decidí levantarme y lavar mi cara, que eso siempre es buena
terapia. A veces, cuando lavamos la cara también clarificamos el alma, quizás
porque el frescor del agua en contacto con la piel nos hace reparar en el
sanador presente que nunca acabamos de habitar. Me cambié y salí a la noche. El
viento alisio parecía por un momento amainar. Caminé hasta la playa y respiré la
brisa de Lanzarote. Miré hacia el cielo y vi como la vía láctea se divisaba con
total claridad en aquel firmamento oscuro y sin contaminación lumínica, alejado
de los centros turísticos de los que siempre trato de huir. Era noche sin luna.
Novilunio la llaman. Cuando mis ojos se habituaron a la oscuridad, pude ver a
un hombre alto, delgado y de edad avanzada sentado a pocos metros de mí.
—¿Usted tampoco puede dormir? —para
romper el hielo y también procurar no inquietarle con mi presencia, le pregunté.
—Yo hace mucho que no duermo. Un
día debí despertar y ya nunca más fui capaz de dormir.
—Pues de hombres despiertos anda
este mundo necesitado —con cierta ironía le dije—. Unos malos sueños amenizados
por el lastimero quejido de las pardelas me despertaron y ya no pude dormir
más. Vinieron miedos y fantasmas a visitarme. Decidí levantarme y caminar.
—Levantarse y caminar es siempre
bueno. No vivir tan aferrado al suelo que es allí donde en muchas ocasiones perecen
los sueños. Desde el suelo percibimos el sonido de las pardelas como un llanto siniestro,
pero la realidad es que, si nos elevásemos y las pudiésemos contemplar en sus
acantilados, veríamos que eligen las noches más oscuras para anidar en ellos y
así protegerse de sus depredadores. El sonido que emiten es la forma de
comunicarse con sus demás congéneres y sus crías lo utilizan para reclamar su sustento.
No hay pena ni tristeza alguna. Están celebrando el habitar por fin en tierra tras
meses volando y viviendo sobre las aguas del mar. Cuando el frio se acerca, migran
hasta las costas del sur de Brasil y Argentina para, llegado el momento,
retornar de vuelta. Miles de kilómetros realizan en cada trazado. Semanas e
incluso meses de vuelo sin un mísero risco en el que posarse, durmiendo sobre
las aguas. Ahora en tierra, sus nidos están construidos, sus polluelos nacidos
y tanto machos como hembras tienen mucho que celebrar. Cuando lleguen los meses
de octubre y noviembre, y sus crías hayan crecido lo suficiente, sus padres
dejarán de alimentarlas esperando que, tras reclamar su alimento sin éxito,
opten por seguir el rielar de la luna en el mar, abandonar la hura en la
montaña y volar así en la búsqueda de su alimento y en definitiva de su vida.
—Está claro que la vida siempre
se abre paso y siempre existen razones y motivos para celebrar, aunque estos
tiempos a veces parezcan quererlo ocultar —le dije mientras me sentaba en una
roca próxima a él.
—Las noticias no hablan de otra
cosa, la pandemia lo cubre todo y también permite que todo lo demás ocurra sin
que nunca sea noticia. Hablan de que nos protejamos y nos hacen ver al prójimo
como un sospechoso y entre líneas nos invitan a que lo mantengamos a distancia.
Lo que más me inquieta de todo esto es la separación que esta distancia
conlleva, la pérdida de comunicación, de afectividad y, finalmente, de empatía
entre nosotros; parece que cada vez son menos las personas que realmente nos
importan. De algún modo nos dicen que elijamos con quien compartir, que
elijamos bien y dejemos de lado al resto. En este tiempo, en que ya ni conversaciones
de ascensor pueden darse, los muros parecen levantarse más fuertes y más altos.
El que pide caridad, si ya antes se le veía poco, ahora bajo la mascarilla se
vuelve invisible para el resto; y no hablo de la suya propia, si no de la
nuestra, la que nos oculta y nos separa incluso de nuestro propio corazón,
sumándonos en un anonimato bajo el cual también en ocasiones aflora lo peor de nosotros.
–Así es. Y luego están esos
falsos profetas que nacen. O más bien que aparecen, que nacidos estaban hace tiempo.
Tras muchos años en los que despreciamos a científicos, investigadores, sabios
y expertos; donde dimos alas y celebramos con júbilo la mediocridad, ahora no
sabemos a quién dirigir nuestras preguntas. O, si lo sabemos, quizás no sepamos
entender las respuestas y muchos prefieran conformarse con la respuesta simple y
dañina del pelele que un día osamos elevar a la categoría de referente.
–Pero no todos son así —apunté
tras sus palabras.
–Es cierto. Por suerte no todos
son así. Tú tuviste miedo en la noche, te levantaste y caminaste hacia la playa;
buscando luz en la oscuridad, aunque solo la de las estrellas fuera. El miedo ciega
y enfrentarlo nos abre el camino hacia la luz. Eso es lo que hiciste cuando despertaste
para ver que la pesadilla no era real, que el llanto no era tal y que los
miedos se disipan cuando los miramos de frente. Además, gracias a eso, ahora
aquí conversamos.
–Siempre me gustó detenerme a
charlar con quien así lo quería. Lo cierto es que seguramente haciendo eso, me
sienta menos solo. Son cortos espacios de tiempo. Conversaciones breves y
seguro a ratos improductivas, pero estoy convencido de que, en más de una,
alguien encontró un consuelo, una idea, otro punto de vista o simplemente el
calor de sentirse escuchado. A mí me ha ocurrido también, quizás por eso no me
sienta tan solo, aunque al final todos lo estemos. Por cierto, mi nombre es
Carlos ¿cómo se llama usted?
–Me llamo José.
–Pues encantado José de compartir
este rato. Nunca estuve antes por aquí, pero tengo la sensación de haberle
visto antes e incluso de que juntos hayamos conversado.
–Mucho he conversado a lo largo
de mi vida. El mundo es grande y somos tantos… pero cierto es que la casualidad
a veces es aún mayor que nuestro mundo.
–Al fin y al cabo, no somos más
que fruto de la casualidad.
–Y del azar también, aunque es
importante decir que el azar no escoge,
sino propone y allí estamos nosotros para atender o no a la propuesta que
nos lanza.
–Tiene usted razón. Y alguien con
su edad y mente despierta, que ha tenido que vivir tanto y ahora observa esto
que nos llega. ¿Hacia dónde cree que nos dirigimos? ¿Ve usted alguna esperanza
en este tiempo?
–Déjeme contarle algo. A poca
distancia de este lugar, en Timanfaya, en la tarde del 1 de septiembre de 1730,
lo que es anteayer en términos geológicos, la tierra se abrió y una montaña
enorme se levantó del seno de la tierra; el fuego y el humo lo cubrieron todo. Varios
caseríos de la zona sur de la isla quedaron destruidos y enterrados por la lava
y las cenizas del volcán, sus habitantes tuvieron que huir a otros lugares de
la isla. Fueron seis años de continuas explosiones y emisiones que generaron
mares de lava que cubrieron una cuarta parte de esta isla y que incluso la hizo
crecer unos metros más en el interior del mar; así nació este paisaje de naturaleza
muerta llamado malpaís. La naturaleza entonces, al igual que en estos días, mostró
al hombre su verdadera pequeñez y cómo, de un solo soplido, puede borrarlo de
la faz de la tierra.
Quedó unos segundos en silencio.
Parecía reflexionar sobre lo que acababa de decir. Tomó aire y continuó:
—Pero ahí también hubo un
aprendizaje y una lección de esperanza. El hombre poco a poco supo volver y un
nuevo hogar quiso crear en esta escombrera. Una vez más hizo de la necesidad virtud
y esto agudizó su ingenio. En las zonas que quedaron menos dañadas pudo volver
a edificar sus casas. Donde los restos del volcán le permitieron, plantaron
higueras y otros frutales para poder alimentarse y en las zonas tapizadas por
el manto negro de piroclastos cavaron y plantaron cepas de las que ahora extraen
una selecta uva, malvasía, la cual debe su éxito en parte a la ayuda que, para
conservar la humedad de la planta, suponen estos restos de gravilla volcánica. Pero
no solo el hombre, también la naturaleza contribuye a esta recuperación y se
puede ver como las rocas que forman este malpaís, alimentados por la humedad
que los alisios le traen, se han ido cubriendo de líquenes que es la forma de
vida más primaria, pero seguro origen de otra más evolucionada y que algún día
dará lugar a otro paisaje en el que nuevas plantas y animales habitarán. En definitiva,
que incluso en las peores circunstancias, la vida y otro tiempo mejor habrá siempre
de abrirse paso. Esa es al menos mi esperanza.
—Parece que de una erupción
volcánica nadie es responsable. Pero a veces escucho hablar a personas
responsabilizando a unos y a otros de esta pandemia.
—En una pandemia no hay culpables
ni responsables. Todos somos víctimas —dijo José y su voz sonó concluyente—. Si
bien es cierto que seguro pudimos hacer más por prevenirlo. Ese consumismo
voraz, ese agotamiento de recursos naturales, ese crecer sin límites y de
espaldas a la naturaleza, esa invasión de espacios solo reservados para los
animales y que a los humanos no le correspondían. Por eso debemos ahora ser
conscientes de este tiempo que es además nuestro tiempo. Tomar conciencia y
empezar un nuevo camino que traiga nueva luz y nos haga reparar en la locura y
en la oscuridad que habitábamos, que era la nuestra propia.
—Esa desconexión de la naturaleza
también va unida a la desconexión de nosotros mismos y desde ahí de nuestros
semejantes. No ver esa fuente primaria de luz que en nuestro interior habita,
nuestro verdadero ser, no el egoísta que sueña con codiciar y dominar todo.
Viajamos en pocas horas a cualquier país del mundo para conocer un remoto lugar,
pero la mayoría desconocemos lo que realmente somos. ¿Y por qué no lo vemos?
¿Nos hemos quedado definitivamente ciegos?
—No creo que nos hayamos
quedado ciegos, creo que estamos ciegos, ciegos pero viendo, ciegos que pueden
ver, pero no ven…
En ese momento tras nosotros se
coló el primer rayo de luz del alba. La claridad iluminó la cara de aquel que
me hablaba, igual que a mi mente aquella última frase que acababa de
pronunciar. Delante de mí estaba nada menos que José Saramago, premio Nobel de
literatura, y una de las personas que más he admirado a lo largo de mi vida. No
puede ser. Él había fallecido justo hace ahora diez años. Pero allí estaba
junto a mí, conversando conmigo en la noche más oscura y estrellada de
Lanzarote; no muy lejos de Tías, el lugar que durante varios años fue su casa.
La entrada de la luz del amanecer
tras nosotros, hizo que él se levantara con cierta dificultad de la piedra
desde la que sentado me hablaba, hizo un geste breve, casi sin mirarme y así se
despidió de mí.
—Pero usted es…
Antes de que yo concluyera la
frase se volvió y entonces me miró directamente a los ojos para a continuación
decirme:
—Ahora realmente da igual quien yo
sea, y si estoy aquí y no allá, si no
subí a las estrellas fue porque a la tierra pertenecía. Lo importante
Carlos, es lo que tú eres y lo que tú puedes y quieres ser. Mira dentro de ti.
Busca y en algún lugar encontrarás esa fuerza y esa energía que te nutre y
quiere salir. Eso que tú en algún momento llamaste pasión y que no es más que
puro amor. Ese amor que, como esos volcanes, hará renacer todo. El amor es la única esperanza contra la
muerte y es lo único que podrá salvarnos. Mírate y pregúntate: ¿para qué
crees que has venido hasta aquí? Muchos te dirán que no es el momento. Otros
tantos te dirán que ya es tarde o que no puedes. Pero sí. No solo puedes, sino que
además lo anhelas desde lo más profundo de tu ser. Y no estás solo en esto. Este
mundo anda falto de ojos que miren despiertos y no sois pocos los que así lo
intentáis cada día. Quizás estáis separados ahora, desconectados y toda esta
pandemia aún crea más distancia, cubre vuestra cara y empaña a ratos vuestra
mirada; pero buscaos, hablad, conversad, abrid debates y nunca cejéis en
vuestro empeño. No olvidéis que a veces es
más fácil llegar a Marte o a la Luna que a nuestros semejantes, pero no por
ello dejéis de intentarlo o no habrá esperanza alguna. Van a ir a por vosotros.
No gustáis a quién los hilos de todo esto maneja y a los intereses a los que
sirve, pero estáis aquí y sois la esperanza de este mundo. Y aunque como las
pardelas tengáis que hacer vuestros nidos en riscos alejados y comunicar
vuestro mensaje en la noche más oscura, es bueno que así lo hagáis. Solo la
unión y la solidaridad podrá ser simiente de esperanza que dé lugar al
nacimiento de un tiempo y un mundo mejor. Yo ahora debo irme. Quizás nos veamos
por aquí alguna otra noche, ya te dije que hace tiempo desperté y no volví a
dormir más… —Y tras un breve instante mirándonos, se volvió a girar y se alejó
de mí difuminándose.
Yo quedé allí en silencio,
pensativo, paralizado, observando ahora a lo lejos el eterno horizonte, siempre
delante nuestro. La luz de la mañana me regalaba un paisaje de una belleza
sublime y una inmensa calma parecía habitarlo todo. Entonces cerré mis párpados
y respiré profundo. Sentí mis pies en contacto con la tierra, la brisa del mar
acariciando mi piel y después un abrazo en mi espalda. Un abrazo intenso,
cariñoso, sincero y reparador. Me giré y vi que tras de mí no había nadie. Era
yo.