Pues era en aquella mesa del bar,
donde compartíamos risas y confidencias. Esa misma mañana el dueño
del hostal, que fue el mismo que nos recomendó aquella taberna, nos había
estado hablando de su dueño: el Ratón. Nos habló de la intensa y novelesca vida
que esos pequeños ojos tras esas gruesas lentes, atesoraban. Al parecer, uno de
los dos ojos se quedó en las manos de un marinero ruso que decía ejercer
también de cirujano oftalmólogo, cuando muchos años atrás y durante unos meses
en altamar, intentó operarle de un mal que le afectaba a la vista. Entre risas,
el hostelero nos contaba que le robó el ojo bueno y se lo cambió por uno de
cristal, que era el que ahora llevaba. Luego nos habló también que pasó una
temporada a la sombra, entre rejas; y que pudo salir gracias a un hombre que,
al parecer ahora, se sentaba siempre en la misma esquina del bar y que bebía durante
largas horas y al que el dueño nunca cobraba. Como remate final, mientras
salíamos por la puerta de la casa, nos confesó que de aquel hombre nadie podía saber
con certeza cuántos hijos tenía; que seguramente ni él mismo podría adivinarlo.
Vaya, además de habilidoso en la cocina, debía haber sido todo un galán,
comentamos.
–Manolo, ponnos tres cañas y unos
perdigachos –alguien ordenó.
Nos fijamos y sonreímos. Era más
que evidente su parecido.
–No puede ser…
Una niña se acercó a la barra con
su hermano.
–Manolo, mi madre me pregunta si
nos puedes preparar una paella para mañana a las tres.
–Mira esa niña… mira… ¡es igual,
joder!
–¿Y has visto el hermano que va a
su lado?
–No… por favor…
Cesó nuestra conversación cuando
vimos que el dueño se acercaba finalmente a nuestro lado. Antes de hablar, nos
escrutó durante unos segundos acercando sus empañadas lentes a nuestros
rostros, primero al mío y después, y con el mismo
detalle, al de ella; parecía como si quisiera olfatearnos. Finalmente nos
preguntó:
–Hijos… ¿Qué vais a tomar?
–Dos cañas y dos pinchos de
perdigacho.
–¡Marchando! –sentenció.
Cuando se fue de nuestro lado,
camino de satisfacer nuestra comanda, en silencio y durante unos segundos nos
miramos. Lo cierto es que en mucho nos parecíamos. Al final comprendimos que no estábamos
excluidos y que el extraño caso de mimetismo, tenía una explicación mucho más científica
y lógica. En aquel bar todos éramos hijos del Ratón. Ratones, al fin y al cabo. Y nuestro queso, ese exquisito y adictivo perdigacho.