Yo cada vez soy menos de fútbol... Esto es una manera de decir que ya casi me limito a finales o a partidos próximos a la resolución de campeonatos. El caso es que ayer, quizás por el atractivo añadido de seguir un partido de “mi” Madrid tan lejos de casa, estando en San Pedro de la Laguna, junto al lago de Atitlan (Guatemala), me busqué un café donde echaban la final de la Supercopa de Europa y allí me senté a ver el partido y compartirlo con el amable camarero guatemalteco y madridista y con una pareja muy culé de Barcelona que le daban un morbo añadido al choque. El resultado del partido fue de 2 a 0 en favor del Madrid que derrotó al Sevilla con cierta solvencia en un partido donde Cristiano Ronaldo marcó los dos goles y fue elegido el MVP del partido. Al salir de allí y tras comer algo tomé un tuk-tuk y me fuí a visitar otro pueblo junto al lago y allí pasear en el correr de la tarde, sin rumbo definido y siempre abierto la conversación con el lugareño o visitante que a ello se prestara.
Un antojo de café y una curiosidad por conocer su
funcionamiento me llevó hasta una cooperativa agrícola a las afueras del
pueblo y tras visitarla me senté a tomar un café. Yo era el único
visitante en ese momento del lugar, por lo que no fue difícil que la
agradable y servicial camarera y un servidor comenzásemos a charlar.
Ella se llamaba María, era maya tzutujil y había nacido y vivido toda su
vida en aquel pueblo, tenía 25 años de edad, estaba casada y tenía dos
hijos. Ella me preguntaba por mi país, por cómo era la vida en España.
Yo le conté y también le pregunté y ella comenzó a hablarme de su
suerte, de las dificultades de su día a día, de la casa que tras diez
años de matrimonio habían conseguido ellos mismos construir en una
pequeña parcela familiar y de la deuda que habían contraido con el banco
que su sueldo de 1.100 quetzales mensuales (unos 110 €) contribuía en
su totalidad a saldarla y aún le faltaba una parte que provenía del
salario de su marido que era conductor, que con dos hijos mucho tenían
que luchar para poderlos mantener y educar, pero que aún así eran de los
afortunados por tener ambos trabajo. Me habló también de su infancia
difícil, de las diferencias que había sufrido con respecto a sus
hermanos varones, de esa escuela a la que iba y donde una parte
importante de los alumnos no tenían material básico alguno (cuadernos,
lapiceros...) por lo que se limitaban a asistir de oyentes a las clases.
También me habló de las diferencias que aún en la actualidad existían,
entre hombres y mujeres, entre ladinos e indígenas, que ella como
indígena maya las había sufrido, que aunque cada vez más perseguidas,
aún eran demasido comunes en estos días. Me habló de la pobreza del
pueblo maya, de sus dificultades para progresar, de ese niño que precisó
de un transplante y que lo salvaron en España (y que se rumoreaba que
la familia no pago nada) y de ese otro niño que hacía poco murió sin
remedio, como también murieron dos de sus cinco hermanos, uno a los
pocos meses y otro a los catorce años de vida. Ella me preguntó por la
religión en España y me contó que todos los domingos iban todos a misa,
que eran muy pocos los que no participaban, que ella no los juzgaba, que
eso a Dios le correspondía... Yo le comenté sobre la riqueza de su
tierra, donde cualquier semilla que caía allí mismo nacía, que cuánto
mal le había hecho al suyo nuestro mundo, la deuda eterna de
Norteamérica y Europa con las venas abiertas de su América Latina...
También nos dio tiempo a hablar de lo mundano, de los amores y
desamores, del matrimonio, de mi soltería, de si era cierto que en
España la gente se casaba tanto como se divorciaba, que su marido era un
buen hombre, que siempre la respetaba, que rara vez discutían... Aún
así eran muchas las diferencias por las que luchar, que hacía muy poco
que la mujer empezaba a ser tenida en cuenta en su sociedad, que poco a
poco comenzaban a participar, aunque la mentalidad seguía estando
pendiente de cambiar. Yo también compartí con ella mi mundo, el momento
actual, el camino recorrido, el dolor de tanta gente, le hablé de
desahuciados, de bancos rescatados, de más ricos y más pobres, de deudas
que tendían a ser eternas, de esta falta de felicidad directamente
proporcional a la necesidad de poseer cosas, bienes que alguien nos
convenció de que eran vitales para lograrla.
La tarde caía y, tras la agradable charla me despedí
deseando suerte, que quizás algún día volviéramos a vernos. Al salir de
la cooperativa decidí adentrarme y pasear un rato por los campos de
café, cuerdas y cuerdas de tierra con plantas bien copadas de joven
grano verde, lejanos aún a su madurez. Tras recorrer un buen trecho del
sendero vi un hombre que con paso lento y torpe se acercaba, aunque lo
que realmente vi fue un montón de leña y bajo ella a un hombre con una
cinta contra la frente de donde colgaba todo el peso que caía contra su
espalda. Yo le saludé, él se detuvo y me comentó que tenía sed y que le
dolía horrores la espalda, que venía de muy lejos de cortar aquella
leña, lejos de esas haciendas privadas, de arriba de la montaña y que
aún le quedaba mucho para llegar hasta su casa, que con cinco quetzales
podría cargarla en un tuk-tuk y así llevarla. Yo le pedí que parase y
descansara, que yo tenía agua, que yo le daría lo que necesitaba para
tomar ese tuk-tuk hasta su casa. Le ayudé a posar su enorme carga y tras
tomar aire y beber agua me contó. Me habló de su pobreza, de sus cuatro
hijos, de que no tenía ni una cuerda de tierra, de que sólo le quedaba
dedicarse a la leña, que una iba a su casa para poder cocinar y otra
para venderla, que por ese montón que le llevaba todo el día prepararla y
traerla recibía no más de 30 quetzales (3 €). En época de cosecha de
café recibía esa misma cantidad como jornal por trabajar de 7 de la
mañana a 4 de la tarde, que también trabajaba a veces fumigando
plantaciones, que era muy dañino para sus ojos, que cada vez veía peor.
Me volvió a hablar de su dolor de espalda y de esa muela que tenía
inflamada, también me contó sobre su Dios y su destino. Me preguntó de
donde yo venía y me contó que le gustaba España, sus equipos de fútbol,
que él los apoyaba, que eran bravos y valientes... yo mientras le miraba
y pensaba que no era necesario que me contara aquello último, que a mí
también me dolía ya el alma. La tarde mientras del todo se iba, le di mi
mísera limosna para el tuk-tuk, le ayudé a cargar su espalda, le deseé
suerte y me sentí aún peor. Vi como se alejaba lento por el camino, la
leña apilada superaba con creces su altura, a un lado del haz de leña
una bolsa vacía colgaba también de su espalda, imaginé que portaría su
almuerzo en la mañana, ahora ya vacía como su estomago y quizás también mi
alma, por un momento reparé en el exterior de la bolsa, bajo el polvo y
a todo color, la imagen y el nombre de Cristiano Ronaldo imponente
resaltaba.