Recuerdo que siempre paseábamos
en la noche, amparados por la luna y su frío. La escarcha en su piel acicalaba
su invierno, aquel mismo por el que nunca quise preguntar, justo ese del que
ella nunca hablaba… Ella era bella, jodidamente bella, y yo encandecía a su lado
sólo con mirarla… y así fue como, poco a poco y noche tras noche, comencé a
desearla… noche tras noche… noche tras noche… para al final acabarla amando
como yo creía que ya no se amaba… como nunca antes había amado.
Ella era de hielo, tan de hielo
como inevitable que pasara… y al final pasó. Fue de noche, nuestro único y posible
escenario, rozando ya la madrugada, a esa hora en la que ella se perdía en la última
oscuridad nocturna, a la misma hora en la que yo me sentía el hombre más desahuciado
del planeta... Fue en ese momento en el que ella, como tantas veces, hacía su
habitual gesto de despedida, ese al que nunca había sido capaz de acercarme… el
mismo al que ella nunca me dejo aproximar. No recuerdo muy bien cómo comenzó
todo, creo que al principio fueron mis brazos, que hartos de tanta razón se
rebelaron y detrás, siempre condescendiente, fue mi cuerpo… y ahí los tienes, por
un instante, hielo (ella) y fuego (yo) abrazados, como si pretendieran
redimirse de tanto antagonismo pretérito… unidos en tan único como imposible
elemento... No sé cuánto tiempo duró ese abrazo pero recuerdo perfectamente lo
que vino después. Al principio creí que eran sus lágrimas y al abrir los ojos
me descubrí empapado. La primera luz del día me trajo mi rostro desde el suelo reflejado
en un charco… Ella ya no estaba… yo nunca la vi marcharse… alguien desde algún lugar comentó que la primavera
al fin había llegado.