domingo, 8 de diciembre de 2019

Presentimiento

Aquel día al salir de casa tuvo un presentimiento y él sabía lo que aquello suponía. Una larga carrera en los servicios secretos del estado, en la que se había enfrentado a todo tipo de casos, le había hecho desarrollar esa facultad y pocas veces se equivocaba. Tomó su vieja gabardina y su sombrero y una vez en la calle caminó hacia la glorieta de Embajadores. Llevaba años retirado y lo cierto es que la salida no fue agradable. Le tumbaron, le hicieron la cama, se lo cargaron, vaya. No fue precisamente fácil introducirse en aquel Mayo del 68 en las juventudes revolucionarias de París. Sus jefes querían saber lo que allí se cocía y cómo aquello podía afectar a una Universidad española cada vez más convulsa y a la que la revuelta de París, sumada a la guerra de Vietnam y a la represión soviética de Praga, parecían alentar las ansias revolucionarias y de libertad entre los jóvenes universitarios españoles.

Él se instaló en septiembre del año 67 en una vieja pensión del barrio Latino de París y desde allí, y gracias a su manejo del francés, su destreza social y su aspecto de joven revolucionario, fue introduciéndose en los sindicatos estudiantiles; y fue así como, entre consignas a favor de Mao y la libertad, eslóganes y  pintadas contra el puritanismo, y muchas carreras y toma de facultades, fue conociendo desde dentro tanto el movimiento del Mayo francés como a otros jóvenes españoles que desde ahí contactaban con sus colegas de Madrid y Barcelona mientras soñaban encontrar bajo los adoquines arena de playa. Él estaba allí para intentar recabar datos, nombres, lugares, en fin… información para sus jefes de Madrid. Todo iba según el plan establecido hasta que apareció ella. Se llamaba Eva: belleza y mirada despierta, furia juvenil que acabó por calarle hasta lo más profundo. Él no contaba con enamorarse como lo hizo y eso al final alteró todos sus planes.

Nunca olvidó aquel primero de octubre en la gare d'Austerlitz. “Tengo que volver a Madrid. No sé cuándo volveremos a vernos, pero cada primero de mes y a las cinco de la tarde te esperaré sentado en el café Barbieri de Lavapiés, ese del que tanto hablamos. No tengo casa ni dirección que darte. Es mejor que de mí no sepas más nada, salvo que te quiero y deseo pronto encontrarte”. Después la beso y subió a aquel tren que le llevaría de vuelta a España.

El regreso a Madrid no fue fácil. Nunca supo de donde habría surgido aquel soplo, pero pronto fue apartado de todo lo relativo a aquella misión. En los meses siguientes, al igual que las noticias le mostraban como aquel Mayo francés se desmoronaba, él sufrió todo tipo de presiones y relevos que al tiempo desembocaron en una depresión que lo relegó a trabajos de poca monta. Yonquis, prostitutas y torpes rateros de barrio fueron el centro de sus objetivos a partir de aquel momento.

El tiempo había pasado, pero él no había olvidado. Era un lluvioso primero de abril, víspera de Semana Santa, aquel día cuando salió de casa y tuvo un presentimiento extraño. Camino de Lavapiés notaba todo demasiado cambiado. También percibió, con esa habilidad que nunca perdió, que alguien le venía siguiendo desde hacía rato. No se detuvo. Bajó su sombrero, que la tarde de lluvia calaba y apresuró su paso. Unos metros más adelante, cuando por el rabillo del ojo vio un taxi que pasaba a su lado, lo detuvo y se subió a él. El taxista quedó sorprendido cuando le mandó parar tras un extraño rodeo un par de calles después, dando por finalizada aquella breve carrera que jugaba al despiste. Caminó calle Ave María abajo y al llegar a la puerta del café Barbieri se detuvo. Se asomó hacia adentro. Ella no estaba en el lugar en la que juraron un día encontrarse y al que tantas veces había ido. El reflejo del cristal le devolvió su rostro envejecido por los años, tal vez demasiados.

Caminó de nuevo a casa. Al subir la escalera se detuvo junto a su puerta. Estaba entreabierta, alguien debía en su ausencia haber entrado. Lo sabía. Lo esperaba. La abrió con cuidado y de dentro del paragüero junto a la puerta extrajo una barra metálica que allí siempre guardaba. Se deslizó pasillo adelante en silencio, sabía cómo hacerlo. Notó que su corazón, con los años, latía más rápido. La luz del salón estaba encendida; se asomó y vio sobre la mesa libros y papeles revueltos. Allí no había nadie. Luego inspeccionó el resto de la casa y no halló intruso alguno. El teléfono comenzó a sonar y optó por no descolgarlo. Finalmente se activó el contestador. “Hola. No estoy en casa. Puedes dejar tu mensaje después de oír la señal”.

–Manolo, ¿dónde estás? ¿estás bien? Te vi hace un rato en la calle. Te llamé, pero no debiste oírme. Vi como tomabas un taxi. Recuerda que mañana quedé en acompañarte a tu revisión. Paso a las 9 de la mañana a recogerte.

Luego caminó hasta la cocina, donde junto a la nevera había un papel. Una citación médica donde en negrita resaltaban aquellas malditas palabras: Unidad de seguimiento de demencias.

Fotografía: París. Mayo 1968


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