domingo, 10 de febrero de 2019

Volver a escribir

–¿Por qué ya nunca escribes? ¿Por qué dejaste de escribir? –ella preguntó.

Guardé silencio. Al final tomé aire y respondí.

–No sé. Supongo que sentía, o más bien dolía, demasiado.

–¿Y ya no duele?

–Imagino que menos, claro.

–¿Y por qué no escribes?

–¿El qué?

Todo eso que nace dentro de ti.

–¿Crees tú que alguien leerá? –pregunté.

–No lo sé. Pero si tú no hubieras escrito, quizás yo nunca hubiese existido.

Giré mi cabeza y la miré directamente a los ojos. El caso es que me sonaba su cara y esa espesa melena revuelta sobre su cabeza… llevaba los pies descalzos.

–Me observaste una tarde en la Latina mientras tomabas un café, me viste a través de una ventana. Yo salía de un portal… hubo una explosión y un socavón enorme en la calle.

Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Era aquella mujer. Alguien carraspeó al otro lado de la barra y después ordenó otro doble sin hielo, tenía el rostro gris… me miró.

–Un día vino un asesino a sueldo… un sicario, a visitarme a mi casa. Antes de irse me dijo: “al parecer ella nunca pudo olvidarte” y seguidamente sin completar su trabajo se marchó. Sé Carlos que tú estás detrás de esa frase. He esperado mucho para saber si realmente eso fue verdad o si fue el sicario, tal vez compadeciéndose de mí, quien quiso aliviar mi dolor con aquella última sentencia.

Me quedé nuevamente sin palabras. Una pareja se besaba al fondo de la barra.

–Esos dos han protagonizado un buen atasco hace un rato –me chismorreó un viejo con un periódico que estaba sentado en la mesa de al lado–. No tenían otra cosa mejor que hacer que detener sus coches en el semáforo y comenzar a besarse. Y mira que a mí no me parece mal, que de todo ya he visto… pero mire usted, ¡qué lo hagan en su casa!

–¿Y qué fue de la chica de hielo? ¿Qué fue de aquel invierno en que la conociste? ¿Nunca más la volviste a ver? –me preguntó una mujer desde una mesa. Esta vez sí la reconocí.

–Sé quién eres. Tu cara no la he olvidado. Aquella tarde, viendo atardecer junto a un acantilado cerca del Cabo de San Vicente. Ese día algo detuvo el cadente giro de la tierra. Recuerdo perfectamente aquel atardecer detenido.

–Tú lo detuviste para mí, Carlos. Yo sólo estaba allí contemplándolo, pensando en mis cosas... Aquel día tomé una importante decisión.

–Perdona, pero no fui yo quien detuvo aquel atardecer –algo a la defensiva, respondí.

De repente se abrió la puerta del bar y entro un viejo con paso lento, ayudado por una enfermera. Blanca… recordé; y su lado, José de Aljezur.

-Nosotros también existimos gracias a ti Carlos. Tienes que volver a escribir. Alguien leerá y si nadie lee, al menos alguien como nosotros nacerá o a alguien que nació y pasó desapercibido será, gracias a tu relato, eterno.

–Tienes que volver a escribir –otra voz dijo.

Era ella. Mi corazón acelerado se encogió cuando volví, después de tanto tiempo, a verla. Joder, lo que pude haber querido a esa mujer. Aún recordaba ese abrazo que ni el mismísimo Egon Schiele atinaría a dibujar mejor y aquellos cristales rotos que un día juntos barrimos… y esa carta desde Barneo que precedió al verano más bello.

–Carlos, tienes que volver a escribir –ella repitió.

Empecé a mirar a mi alrededor. Los veía a todos. A Blanca, a José, a la pareja del semáforo, a aquella mujer... a todos. Fue entonces en aquel momento cuando el sicario entro por la puerta, el hombre de la cara gris dejó caer su vaso de whisky sobre la barra.

El sicario se acercó con paso firme hacia el lugar donde estábamos.

–Tranquilos, tranquilos… que no va a pasar nada. Hace tiempo que me retiré de ese oficio… Las cosas desde entonces me han ido mejor –y lo cierto es que su porte y sus andares bajo el sombrero que lucía, parecían dar fe de ello.

–Carlos, tienes que volver a escribir –mientras sonreía y con sus dedos hacía el gesto de apuntarme con un arma me “ordenó”.

Y luego otra voz:

–Tienes que volver a escribir, Carlos.

Y otra más:

–Tienes que volver a escribir.



Entonces desperté.

Comencé a escribir.

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