miércoles, 14 de enero de 2015

En un café de Buenos Aires


En un café de Buenos Aires la vida se me antoja escasa, leo los versos despechados de Blajaquis y una mujer junto a una ventana ordena unos papeles que termina por introducir en un sobre. Dos amigos en conversación acalorada arreglan el mundo, mientras un hombre al fondo mira fijamente la puerta y su gesto cansado me hace pensar que lleva demasiado tiempo esperando. Los versos de Cambalache suenan en el hilo musical del café, ochenta años después, tan vigentes como entonces.

…¡Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor!... ¡Ignorante, sabio o chorro, generoso o estafador! ¡Todo es igual! ¡Nada es mejor! ¡Lo mismo un burro que un gran profesor! No hay aplazaos ni escalafón, los inmorales nos han igualao…

– Nadie cantó Cambalache como Edmundo Rivero –me apunta desde la barra el dueño del café.        – Aunque bien es cierto que esa canción nunca la pudo cantar el maestro –y con un gesto señala a un cuadro de Gardel que con su eterna sonrisa desde la pared parece corroborar sus palabras.

San Telmo arde en el inicio del verano, enero de 2015. Un colectivo proveniente de Quilmes circula con paso lento hacia Retiro y antes de que se pierda en el marco de la ventana observo la prisa en el gesto serio de un pasajero que impaciente mira su reloj, mientras frente a él una mujer de aspecto más calmado parece reparar en mi curiosidad. Continúo mirando tras aquel cristal y recuerdo ayer mismo esa plaza Dorrego en su día de mercado: antigüedades, sombreros, sifones, tijeras, postales, pulseras, espejos, mates, saleros, bolsos, libros, fotografías, remeras… “¡Todo… tenemos de todo!” alguien gritaba mientras una pareja bailaba sentido un tango en la esquina de Defensa con Humberto Primo y, un poco más adelante Gardelito de San Telmo bajo un sombrero, entona un tango que hace suyo junto a un cartel que recuerda que Gardel sigue vivo. Las fachadas de los edificios no disimulan los años, cara sin lavar en la mañana y aun así bella y, de repente, tu recuerdo bajo una manta inunda mi cabeza… ojalá que este calor intenso a templar tu invierno acudiera.

Giro mi mirada al interior del café y acostumbro a su luz mis pupilas, el reloj que cuelga de la pared está detenido y a continuación observo el mío también congelado. No me cuesta nada imaginar que el tiempo hace años que se detuvo en aquel café. Con más curiosidad que sorpresa observo en la mesa contigua a un hombre que dibuja a una niña que llama Mafalda mientras, a pocos metros, un joven emocionado comenta que ayer Gardel maravilló al público del Tortoni. Justo al lado y ajena a todo esto, una joven de pelo largo ríe sola mientras escribe mensajes en su teléfono móvil y muerde nerviosa su labio. Observo el contraste brutal que no es más que nuestra vida, en el rostro desencajado de una mujer que lamenta que en casa siguen sin noticias de su hermano, que está segura que se lo llevaron, que alguien vio arrancar violento un coche a la hora en la que él salió de casa… y al lado su amiga, que no logra reprimir su llanto y en su consuelo fracasa. Yo me asusto y siento su dolor que hago mío, malditas tiranías que nos azotan y azotaron, cuánto injusticia aún por ser reparada, cuánto caído aún por ser llorado. 

Sigo tomando mi café que nunca parece enfriarse “¡La mano de Dios! ¡Fue la mismísima mano de Dios!” alguien emocionado sobre la portada de El Gráfico grita mientras en otra mesa observo a un joven de bigote bicolor que llaman Charly escribir algo en una servilleta, y el camarero que me mira, me susurra que Mercedes Sosa habla maravillas de ese flaco. Giro mi cabeza y me emociono al contemplar junto a la ventana del café al mismísimo Jorge Luis Borges conversando con Ernesto Sábato y tras un arduo debate concluyen estrechando sus manos. No hay tema universal que un argentino no opine y resuelva desde una mesa de café, oigo a Sábato comentar, mientras reparo en Cortázar que desde un rincón mira ensimismado hacia una mesa donde Campanella en un ordenador portátil escribe algo. Noche de bastones largos en la Universidad de Buenos Aires, señala el titular en un panfleto datado en 1966 que alguien con rápido y tembloroso gesto dejó a mi lado: “el exilio de los investigadores es inminente” leo más abajo… hay cosas que los años nunca cambiaron. 

–¡Nos estamos quedando sin plata, los bancos están cerrados, no dejan sacar más de 250 pesos por semana! –alguien mientras sale hacia la calle maldice y en su lugar entra abrazada una pareja de enamorados. Hay mucha más gente en aquel lugar, muchos que no supe reconocer, entre ellos una pareja sentada junto a la puerta y vestidos con ropa y gafas extrañas que manipulan en silencio y sin mirarse objetos que nunca antes vi, realizando curiosos gestos en el aire sin, en ningún momento, mirarse ni hablar. “¿Adónde vamos a llegar?” me sorprendo en voz alta pensando, mientras alguien que también contempla la escena me mira condescendiente. Es en aquel momento cuando de repente, me siento parte de un instante que no son más que todos los tiempos contenidos en un mismo espacio con olor a café y bullicio de gente. Toda la vida es ahora escribía Machado y en aquel lugar puedo ver más que nunca, todos los ahoras del tiempo reflejados quizás porqué, al igual que yo, el tiempo en aquel café de Buenos Aires sigue en alguna mesa, y sin esperar, también esperando.


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